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"Los últimos días de Anthibitas" - Por Cuervoscuro

CAPITULO 2 - Primera Parte


Niña que tiemblas al escuchar los gritos mezclados con el rumor de la lluvia, aparta de tu mente esas visiones y escucha mi relato, que aún tengo mucho que contarte. Así como el agua de este diluvio se mezcla con el agua del mar embravecido, así se mezclan también la sangre de los muertos y las lágrimas de los que saben que morirán.

Ellos ya no tienen oídos para escuchar, pero tu si, y debes prestar atención.


Los puertos más grandes del mundo estaban en Anthibitas: la grande, la de cúpulas de mármol y columnas de alabastro, que ahora se resquebrajan bajo el peso de las aguas, tragadas por el mar. No menos extensos eran los muelles de Anthinea y Einvin, los otros dos reinos con los que Anthibitas compartía el señorío de este mundo; pero ninguno superaba el laberinto de canales, callejones, templos espléndidos que proyectaban su sombra sobre las chabolas sucias de sus adeptos, de griterío de comerciantes y mezcla de especias valiosas y heces de bestias enormes. Un mundo dentro del mundo. Frente al puerto principal de Anthibitas, los otros puertos del mundo palidecían.


Aunque el puerto de Rhu es infinitamente más pequeño que el más pequeño de los grandes puertos de los Tres Imperios, ante mis ojos pareció inmenso después de aparecer en el horizonte. Tras semanas a bordo de un mercante, la visión de aquellas colinas áridas tostadas por el sol y desgastadas por el aire del mar, fueron un bálsamo delicioso para mis ojos rojos. Seguimos acercándonos, pude notar los detalles de las torres, desde las cuales los vigías avisaban de la llegada de barcos de especies, de esclavos, de pesca o del enemigo. Decían que los más acaudalados mercaderes sobornaban a los vigías, para que les avisasen primero, de la llegada de los que venían cargados de los artículos que les interesaban. Así podían esperarlos antes que nadie en puerto y ofertar mejores precios, antes que sus competidores. ¡Ah, la codicia de grifones de alas doradas, hacía nido entre aquellos hijos de las mujeres! ¿Y si hubieran ofrecido todo ese oro a sus dioses, los hubieran salvado de la muerte que después trajo el mar?


Cuando nuestro barco estaba a menos de una legua del puerto principal de La Tierra Entre Dos Ríos, me pareció que la playa estaba encendida en llamas: lenguas de fuego azafrán, rojo, pajizo y blanco, danzaban suavemente resistiendo el viento. Eran las velas de los barcos que se disponían a atracar, esperando ser izadas. Velos de mil bailarinas que ondeaban al ritmo de olas apacibles dentro de una ensenada flanqueada por montañas de roca que la protegían de los temporales.

Rhu apareció ante mi como un espejismo colorido, de suelo y monolitos ocres, sembrado de torres albinas y salpicado de coloridas embarcaciones en sus muelles. Los remeros se empeñaron en disminuir la velocidad de nuestra nave, para luego, bajo las órdenes de la contramaestre; comenzar las delicadas maniobras para atracar. Llamado por la capitana y la matrona que había fletado el barco, me puse de pie junto a ellas para escudriñar desde la cubierta, ese otro mar de torsos desnudos de esclavos, de turbantes sucios, de ojos cetrinos y desconfiados, de gritos de gaviotas y marineros, de mujeres y hombres que a veces parecían nadar contra la corriente de transeúntes, y a veces parecían flotar por encima de ella en sus palanquines de madera chapada.


Cuando finalmente el barco quedó ubicado estrechamente entre el tablado del muelle y las cuadernas de otra nave, la capitana ayudó a descender a su gorda clienta. Una mujer anciana y cubierta de velos negros, ya la estaba esperando, rodeada por su guardia personal de asesinos y un séquito de esclavos. Las arrugas de su rostro eran profundas y su tez quemada por el sol me hizo pensar que ella misma se había desprendido de las colinas, que se elevaban a espaldas del puerto, y que era igual de vieja. Las dos matronas se abrazaron y besaron las mejillas, la frente y las manos. Mientras se elogiaban mutuamente, empecé a ver una serie de curiosos apretones, pellizcos y jaloneos que intercambiaban entre sus dedos. De pronto el rostro de una cambió su sonrisa afable por una mueca feroz, mientras hablaban de los dulces manjares que habrían de compartir, seguido de un tirón al dedo anular de su interlocutora. Este intercambio de señas y toques entre sus manos, adornada por una cháchara ociosa, terminó abruptamente con un silencio y un intercambio de miradas. La gorda matrona que me había ofrecido trabajo como traductor, se volvió hacia la capitana y dio la orden de entregar a los esclavos la preciosa carga que había llevado desde el Río Sagrado hasta Rhu. Me miró, sonrió, y haciendo una reverencia, me indicó que agradecía mis servicios, y me dispensaba.

Las mujeres fueron tragadas por el gentío, y nunca volví a saber de ellas.


Miré a la capitana y a la contramaestre, quienes respiraron aliviadas de la tensión que habían sufrido: mientras chismeaban tonterías, las comerciantes habían estado regateando el precio de venta en un idioma secreto de mímica. De no haber llegado a un acuerdo, hubiéramos tenido que irnos a algún otro puerto, lo cual significaría más trabajo para la tripulación y el riesgo de que la noche nos encontrara con un barco lleno de pieles costosas, atractivas para las piratas cortagargantas.

La capitana puso su mano en mi hombro y me agradeció el apoyo prestado a su clienta. Dicho esto, me invitó a retirarme del barco.


Así me encontré completamente solo en Rhu, a medio mundo de distancia de Anthibitas y aún lejos de completar mi misión. Mis habilidades como lingüista e intérprete, fueron un escudo débil ante las saetas de lenguas y dialectos que nunca había escuchado. Vestido con una túnica sucia y calzando sandalias desgastadas, creí que sería difícil ser blanco de algún asaltante, y confiando en la providencia de Ashiv, me encaminé llevado por mi fe, en busca de algún templo en el que el dios de las estrellas fuese adorado, y yo pudiera encontrar orientación y asilo.


Atravesé la avenida principal hacia el poniente, donde el humo de los holocaustos se elevaba a la par de los muros de los templos, siguiendo la ancha avenida que atravesaba la isla de un extremo a otro. Bajo mis pies, enormes conchas de almejas gigantes y nautilus formaban el pavimento, en bados agrietado bajo el peso de los animales de carga, en esquinas oculto bajo montículos de arena. Oteando por encima de las cabezas de los caminantes, pude ver los callejones sucios y estrechos, sumidos en sombras a pesar de ser medio día. Escucha bien niña, que aunque ya no exista Rhu, ¡ahí donde se asienten los hijos de las mujeres, encontrarás sitios ocultos, cubiles de tigres y lobas!


Pasé toda la tarde observando largamente cada templo que encontraba: los había erigidos en mármol para la Diosa Madre, que en aquellas tierras era venerada por nombres que nunca había escuchado; también encontré sitios impíos erigidos en piedra negra, opaca, y de cuyas escalinatas escurría la sangre de los sacrificios humanos. En otros el fuego alimentado por las vestales irradiaba su ardor con tanta fuerza, que los porteños debían apiñarse en el lado contrario de la avenida, para poder cruzar frente a ellos sin abrazarse. Desde otro portal me llegó el aroma del sándalo y flores de cerezo, que invariablemente me hicieron girar la cabeza, en busca de su origen, solo para encontrarme ante la mirada seductora de jóvenes prostitutas sagradas al servicio de las diosas del amor, cuyas invitaciones decliné tímidamente.


Ya empezaba a agonizar el día cuando, adolorido de los pies y aguijoneado por el hambre, me detuve delante de un templo mucho más pequeño, del cual no emergían perfumes ni sangre. Aquel dios con forma de tortuga me era completamente desconocido y la escritura en sus paredes de adobe, de formas infantiles. Sin embargo, sentado junto a su entrada, un anciano semidesnudo de larga barba blanca, ojos apagados y con pocos dientes, estaba haciéndome señas. Me acerqué y de inmediato me habló en mi idioma. Se refirió a mi como “hijo de Ashiv” y a él como un hermano de fe.

El alivio que sentí al encontrar a alguien con quien poder comunicarme, fue inmenso. Me permití sentarme junto a él y descansar. Me dijo que su nombre era Zaidepa, que era un mercader caído en desgracia desde hacía años, nativo del Río Sagrado pero emigrado a Rhu desde hacía años. Mala fortuna, malos negocios y malos socios le habían significado la ruina, y ahora que estaba viejo e impedido de ofrecer sus servicios para volver a su tierra al menos como remero, se había convertido en un náufrago en medio del mar de gente del puerto.


Me informó que no había templos dedicados a Ashiv ahí, que si no encontraba un medio de subsistencia para pagarme el viaje a Anthibitas, sufriría su misma suerte. Al notarme consternado, entonó una vieja canción acerca de la bondad de la Diosa Madre y rió. No vi de dónde sacó un cuero relleno de licor, pero me lo ofreció. El sabor dulzón y fresco llegó a mi estómago hambriento y lo reconfortó. El viejo me lo pidió de regreso y le dio un trago más, para continuar cantando aún más fuerte, acerca de las estrellas que son los ojos que miran los sueños de los hombres, de las canoas del río sagrado y el reflejo de la luz del sol en sus agua, del blanco puro de las cimas de mi hogar, y de la bondad de su gente.


Antes de darme cuenta, era yo quien cantaba y bailaba a las puertas del templo de ese dios tortuga, como si el vino dulce me hubiese llevado de regreso a mi patria. El viejo reía de forma gutural, y pronto la embriaguez de la nostalgia y del alcohol me provocaron un fuerte mareo. Me dejé caer en los brazos de mi paisano, quien me sostuvo y evitó mi caída.

Me hundí en la inconsciencia, mi mente empezó a desvanecerse hacia una oscuridad adormecedora, al mismo tiempo que mis ojos percibían de forma crepuscular, como era llevado al interior oscuro del templo, donde la luz de mi memoria se extinguía al mismo tiempo que la del sol en el atardecer.


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