CAPÍTULO 5 - Tercera Parte
Al día siguiente, desde antes del amanecer, largas filas de habitantes fluían por las calles, en dirección a los diferentes circos donde se reunían para celebrar el espectáculo público más importante de Anthibitas: el salto al toro sagrado. Se que antes te he mencionado esto, pero es una cosa que ninguna pintora o escultora podrá reflejar en pared o arcilla, y que ahora quedará olvidado para siempre, bajo las aguas que hace tiempo deben haber llenado la concavidad de la arena de los circos, a menos que tu transmitas mis palabras, así que escucha bien pequeña corredora.
Era obligatorio que quienes habitaran o visitaran la isla acudieran al menos una vez cada dos lunas a los circos, pagando un modesto pero ineludible tributo para poder entrar a las gradas a observar el espectáculo. Los circos abundaban en la ciudad: en los barrios pobres donde las chabolas sucias se desperdigaban hasta la playa, se construían como simples corrales de madera, administrados por modestos funcionarios del gobierno. Ahí, animales escuálidos enfrentaban a quien quisiera ganarse una gema, suficiente para pagar alimento por una semana; y en más de una ocasión a pesar de lo viejo o enfermo del animal, era asesinado no solo el retador, sino varios de los asistentes, al ser derribado el endeble corral sobre el que muchos trepaban para ver mejor. La Gris me suplicó no acercarme a estos sitios, donde la muerte no solo tomaba la forma de un toro, sino también de asaltantes y ebrios pendencieros. Mucha de la concurrencia a estos lugares no iba solo a observar o a buscar un premio, sino también a procurarse el sustento del día, cumpliendo con su oficio de ladrones y asesinos.
En circos más cercanos a los mercados de la ciudad, donde los gremios habían cooperado para construir redondeles de piedra y gradas, podían hallarse varios animales bien criados, esperando su turno para enfrentar a acróbatas jóvenes de diferentes templos. Ahí donde la imperiosa necesidad de sustento no existía, aquellos jóvenes competían a nombre sus sacerdotisas y de varias deidades menores. Fue aquí donde acompañé a La Gris y a dos de sus clientas a observar el espectáculo: Se accedía al redondel por varios pasillos, donde los asistentes se apretujaban unos con otros, avanzando con torpeza hasta la valla de piedra de cuatro codos de altura, para después distribuirse por el graderío. Debido al sol que desde la mañana ya demostraba su fuerza, algunas matronas llevaban velos o mantas con las que sus esclavos les hacían sombra. El resto de los espectadores, se conformaban con refrescarse salpicándose agua de sus cantimploras o abanicándose con anchos abanicos hechos de palma.
Un gran cuerno sonó, la muchedumbre exclamó vítores al inicio de la jornada y se presentó en la arena una jovencita desnuda y esbelta, cuya larga trenza se apretaba enroscada sobre su cabeza. El primer toro en aparecer era un bruto berrendo de largos cuernos, quien avanzó lentamente hediendo la arena con sus pezuñas broncíneas. El llamado de la acróbata me recordó el canto chillón de las gaviotas, y palmeando sus hombros con fuerza, llamó la atención del astado. Aquel giró su gran cabeza cuadrada y miró a la joven, con cuernos como mástiles apuntando hacia ella. Sin mayor ceremonia arrancó la carrera, devorando en segundos la distancia que los separaba. Ella hizo lo mismo, tensando los recios músculos de sus piernas en cada zancada y braceando velozmente. No pude apreciar el instante en el que sus manos delgadas y recias como cuerdas de cuero se afianzaron de la base de los cuernos, y ante la reacción de embestida del animal, al recibir el impulso hacia arriba, ella giró por encima del animal, cayendo más atrás y rodando en la arena. Pero la bestia apenas la había visto volar, había clavado sus patas delante de él y girado sobre si mismo y con feroz agilidad, había repetido la embestida a tan corta distancia que la acróbata no habría tenido tiempo ni de alejarse ni de echar carrera. En respuesta a la reacción, asió con una sola mano el asta y antes de que el animal cabeceara, ya había pasado su cuerpo, piernas por delante, sobre el alto lomo, cayendo del lado de su punto ciego. El animal cabeceó de nuevo varias veces y saltó sobre sus patas delanteras dando coces, pero su oponente ya corría al lado contrario de la arena. Los gritos jubilosos inspiraron una sonrisa en su rostro, pero era inevitable notar que estaba disimulando una cojera en la pierna izquierda.
Nuevamente hizo carrera hacia el animal, quien hizo lo mismo en sentido contrario, y de nuevo ella se asió de los cuernos, pero ahora sin soltarse a tiempo. El toro agitó la cabeza y la arrojó hacia un lado. Sin control de su dirección, cayó de bruces a tres varas de distancia, y no se puso de pie. El toro sagrado, con la cabeza gacha, devoró el espacio que los separaba y la alzó, desgarrando en el aire su vientre. Con el cuerno hendiendo su delgado torso, la piel se abrió regando las rojas tripas y un amasijo negro y pulsante. Un jirón de piel adornaba ahora el cuerno derecho de la bestia, y la mitad de su cara y pecho estaban teñidos de sangre. El cacofónico griterío de los hijos de las mujeres, de las matronas y de las sacerdotisas era mezcla de repulsión, horror y excitado placer. Me fue imposible no cubrir mis ojos y murmurar una plegaria a Ashiv por la vida que había sido sacrificada al toro sagrado, avatar de aquellos dioses de la abundancia y la agricultura, cuyas imágenes adornaban toda Anthibitas.
Tres acróbatas más enfrentaron al animal, dos hombres y una mujer, cada cual a su turno, en cuyo tórax y piernas era posible ver las cicatrices de encuentros anteriores. Cada uno ejecutó tres saltos por encima del animal, siendo la última de los acróbatas quien se había encontrado ya a un animal cansado, cuya lengua rosada sobresalía del hocico, espumoso de baba. La acróbata fue despedida con vítores y se le arrojaron collares de flores entrelazadas con ramitas de olivo, los cuales recogió para exhibirlos después en su templo.
El segundo toro era negro zaíno, menos corpulento que el primero, pero definitivamente más rápido. Esta vez fue un joven quien se había coloreado el cuerpo con blanco y ocre, quien encaró al animal usando la misma técnica que ya había visto, sujetando los cuernos y aprovechando el envión de la embestida para saltar por encima del cuerpo. Hizo esta hazaña dos veces de manera diestra, pero cuando se disponía a realizar el tercer salto, el animal se negó a embestir, clavando las pezuñas para frenarse y limitando el impulso del acróbata, quien torpemente golpeó la grupa de la bestia y cayó cerca de sus cuartos traseros. El crujido de un hueso y el gesto de dolor arrancaron un grito de quienes observaban decepcionados su desempeño. El toro, ignorándolo, trotó unos pasos y agitó su cola de un lado a otros, como espantándose un tábano, y luego caminó mansamente hacia el pasillo por el que había entrado. Incapaz de ponerse de pie y gimiendo de dolor, el joven fue levantado por dos de sus compañeros de templo y sacado del ruedo. Era evidente que para más de un creyente de aquella deidad a la que el muchacho representaba, su sacrificio le había resultado insípido. Aquello era un mal presagio para el templo que lo patrocinaba, y era de esperarse que las donaciones disminuyeran en los días por venir. De nuevo, los acróbatas más experimentados enfrentaron a un animal menos brioso, si bien a pesar del cansancio, seguía siendo peligrosamente ágil.
El último animal que apareció: era ajijonado, rojo como las nubes del atardecer y la sangre que salpicaba aquí y allá la pálida arena del circo. Un animal de astas más gruesas y cortas que las de los otros toros sagrados. También tenía cicatrices en el cuerpo, señales de lucha con otros machos. Boqueaba y resoplaba ansioso, esperando a su retador. Fue una mujer madura, de brazos y piernas torneados, senos empequeñecidos por los músculos pectorales y rostro duro quien salió resuelta a su encuentro. Extendió las manos al frente y dio un aplauso que acalló el griterío. En la firmeza de su postura y la erección de sus pezones morenos, era evidente que aquella mujer había combatido no solo contra animales, sino contra innumerables guerreras a lo largo de toda una vida. El animal avanzó lentamente, estudiándola, dándole el flanco, indeciso de por cual ángulo atacar. Cuando se decidió, ella mantuvo los brazos extendidos a los lados, braceó con fuerza, con los dientes feroces expuestos al correr contra él, dando zancadas que salpicaron la arena más fina bajo sus pies desnudos. No miraba la testa que la embestía, sino que ambos fijaban su vista en los ojos de su adversario. Podría jurar que la cabeza del animal fue empujada ligeramente hacia abajo, debido a la gran fuerza con la que la mujer se había asido de los cuernos y empujado, girando dos veces muy por encima del lomo del toro, para caer más atrás, cayendo sobre sus talones con firmeza y alzando los brazos por encima de ella. La gente vitoreó y grito, ella sonreía fiera. El toro emprendía de nuevo la embestida y la hazaña se repitió una vez más. Y otra vez. El público estaba de pie, clamando el nombre de la campeona local, quien después de su actuación, estaba lista para despedirse de la plaza y presentarse ante la mismísima Anthibia.
Cuando fue la hora del medio día, y las apuestas se hubieron pagado, el público satisfecho comenzó a dejar las gradas. Bajo un cielo salpicado de nubes, la vida y la muerte habían danzado de nuevo en un ritual tan antiguo como la fundación de los imperios de las matriarcas. Los toros cansados fueron llevados de nuevo a sus corrales, como si al haber terminado la violenta actuación regresaran a una vida pacífica paciendo en el campo. Al bajar el sol, los cadáveres de los sacrificados ardían en las piras funerarias ofrecidas a las deidades bovinas. El viento cálido elevó sus cabellos engrasados, carnes, tripas y heces, todo vuelto cenizas mezcladas con incienso, que perfumaron la tarde. Las campeonas y campeones volvieron a sus templos para ser homenajeados y premiados con bendiciones, alimentos preparados o favores de sus patrocinadores.
Arriba, en la pirámide trunca, Anthibia y las matriarcas más cercanas a ella, habría disfrutado de las mejores actuaciones, donde los acróbatas emergidos de los ruedos de la ciudad, veían realizado el sueño de una vida al presentarse ante su reina. Tal vez en aquellos días de juventud me aprendiera los nombres de algunos de los más famosos, pero hoy están sepultados por la marea del olvido, tan perdidos como los nombres de quienes murieron sin que sus nombres fueran recordados por quienes atestiguamos su caída, todos igualmente devorados por las olas, que finalmente han derrumbado esos circos de piedra y barrido con aquellos campos y sus bestias.
- Abraham Martínez “Cuervoscuro”
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