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"Los últimos días de Anthibitas" por Cuervoscuro

CAPÍTULO 5 - Cuarta Parte


Hasta ahora te mostrado un retrato agradable de aquella capital de Anthibitas, el imperio que adora a los toros sagrados. Pero hay mucho de oscuro bajo su sol.


Al cabo de varios días, justo después de que La Gris partiera en su barco hacia otros horizontes, dejándome solo la promesa de volver a encontrarnos en un año; me vi en la necesidad de buscar un oficio para obtener cobijo y sustento para mí y para Shivan, el hombre bestia del norte que tenía a mi cuidado. Primero ofrecía mis servicios a dos matriarcas que habían llegado al local en el que me hospedaba, pero ambas contaban ya con el servicio de un escriba que me dirigió una mirada de reproche, interpretando mi oferta como un modo de tentar a sus clientas para que me contratasen a mí y lo despidieran a él. Incliné la cabeza a modo de disculpa, y cuando ellas se dispusieron a tomar sus alimentos, le dieron licencia al hombre de que se procurara los propios. Aproveché para invitarle un vaso de vino de arroz y así grajearme su amistad. El vino cambió su actitud recelosa, y a cambio de otro vaso me ofreció presentarme al gremio de los escribas, en donde seguramente encontraría trabajo, ya que dominaba varias lenguas y los traductores siempre hacían falta antes de la temporada de lluvias, cuando más movimiento había en los puertos.


Esperé pacientemente a que el hombre terminara su jornal y cuando las tablillas del trato entre las mercaderes fueron entregadas, y él recibiera su correspondiente pago, me hizo una seña para que saliera con él a la calle. Shivan, quien como de costumbre me esperaba afuera del local, acompañado por caballos y camellos, me llamó por mi nombre y tuvo la intención de ir con nosotros, como un perro sigue a su dueña al verla salir de casa. Le ordené de forma clara y breve que esperara mi regreso, y le entregué una hogaza de pan, que sostuvo entre sus manazas al tiempo que veía con ojos tristes como me alejaba. El escriba se mostró sorprendido de la actitud fiel del hombre bestia, ya que los que él había visto antes, eran poco más que brutas bestias de carga.


La tarde cayó rápidamente, conforme la estación cálida llegaba a su final, y seguí confiado a aquel hermano de la palabra escrita por empinados escalones de piedra caliza, desgastados por los incontables pasos de los hijos de las mujeres y de los años. Entre aquellos muros sucios vi el musgo crecer de forma profusa, sobre palabras rayoneadas con pigmento mineral en la piedra carcomida, entre los muros de edificios abandonados. De nueva era engullido por una tierra extraña, pero ya no era el mismo jovencito inocente que había dejado mucho tiempo antes la casa de su madre, y a fuerza de terribles experiencias, mantuve mis sentidos alerta. Finalmente en una explanada de casa de adobe con techo de paja, el escribano me llevó a una tienda, en la que una experta alfarera instruía a sus alumnas en el arte de preparar el barro para recibir la palabra escrita. La mujer, entrada en años, avanzó hacia mi despacio y me hizo varias preguntas en hyeti, rhuano y en un lenguaje que no alcancé a entender, por lo que me disculpé. Ella sonrió sin dientes y asintió, señalando al otro lado de la explanada, diciéndome que preguntara por una mujer llamada Dioban, quien me daría una carta de recomendación para entrar al gremio, si desempeñaba correctamente un servicio.


Fue en donde me di cuenta que el toro sagrado de Anthibitas, estaba por completo ausente de aquel barrio.


El escriba que me guiaba me indicó que llamara a voces a Dioban, de pie afuera de la habitación. La mujer era anciana, y tenía el voluminoso cuerpo de las matriarcas que hace mucho no se molestan en bajar de su palanquín. Me evaluó sin decir una palabra y haciendo una seña a uno de sus esclavos, este le dio una escama de oro a mi guía, quien me deseó suerte y se alejó no sin antes recomendarme que fuera obediente con la mujer, quien me pagaría bien por mis servicios.


Ella volvió al interior de la construcción oscura, adosada burdamente a un viejo y grueso muro de piedra gris, y él me ordenó que la siguiera. El muro se había derrumbado hacía tiempo y al parecer la matriarca había aprovechado la oquedad para hacerse de una habitación húmeda y oscura. Encendiendo una antorcha, el esclavo alumbró el camino delante de mí, ya que al parecer la mujer lo conocía tan bien, que no necesitaba verlo para avanzar por él sorteando los escombros y basura que estaban desperdigados en el trayecto. De pronto percibí como si alguien nos observara, desde las sombras detrás el esclavo, pero aquel no pareció percatarse hasta que yo lo mencioné. Rió e indicó que siguiera caminando.


Me encontré en medio de una habitación sobre la que el cielo pardeaba, y el viento tibio disipaba los húmedos vapores que emanaban de las rocas; la anciana estaba desenvolviendo una manta de lana, negra y oleaginosa, tan pesada como la placa de metal bruñido que sostenía entre sus nudosas manos. La mujer me entregó la tablilla y me indicó que leyera en voz alta. Los caracteres recordaban el hyeti, pero después de leer las primeras líneas, me excusé diciendo que aunque sabía como pronunciar aquellas palabras, no podía traducirlas. Ella sonrió y siseó que de todos modos leyera, para saber si yo merecería formar parte del gremio. Inspiré, y pronuncié la primera columna de palabras, vocales largas y consonantes que para cualquiera hubieran sido impronunciables, pero que gracias a mis estudios, creía estar interpretando correctamente. Detrás de mi el esclavo exhaló como si hubiera recibido un golpe en el vientre y sus rodillas se doblaron. Voltee para mirarlo pero antes de que pudiera decir nada, la mujer insistió en que continuara leyendo. El metal entre mis manos parecía haber aumentado su peso, pero continué la lectura de aquellas palabras. El esclavo se sentó en el suelo ante la mirada impaciente de la mujer, quien me exigió que continuara la lectura. Dándole la espalda al hombre, me pareció escuchar su respiración pesada, exhalando por la boca de forma entrecortada y ronca. Luego oí un chasquido similar al de madera que se astilla y se rompe. Me sentí tentado a girar y ver que era lo que escuchaba, pero la mujer insistió en que no detuviera mi lectura. Sacó una daga curva de bronca de entre los pliegues de la lana antigua y me señaló con ella, acercándose a mi despacio, y mirando sobre mi hombro con avidez.


Faltaban tres líneas para terminar el texto, sentí el vaho cálido de una respiración a un palmo de la espalda, y los ojos de la mujer miraban con éxtasis tembloroso, el lugar que había ocupado el esclavo. Gritó que terminara de leer, pero la noche caía rápidamente y los signos me parecieron confusos, como si sus formas danzaran delante de mi vista cansada, al tiempo que la luz de la antorcha comenzaba a languidecer. Titubeé ante la actitud agitada de la bruja, quien sostenía en su mano la hoja brillante sobre la que se reflejaba la débil luz de la antorcha, y sobre la que pude apreciar una sombra enorme y oscura detrás de mi silueta. El terror me sobrecogió faltando una última línea, y mi mente me exigió que no continuara leyendo, a pesar de la filosa cercanía de la hoja a mi rostro.

La antorcha se extinguió y en la penumbra escuché un grito feroz, salvaje pero humano, el seco golpe de algo duro contra un cráneo aún más duro, y el alarido de la vieja: aparté la daga de bronce con un golpe de la placa de metal, y giré sobre mis talones, para ver como Shivan golpeaba con una piedra, lo que quedaba de una cabeza vuelta pulpa y astillas de hueso, que antes estuviera encima de algo que parecía menos humano que un gran simio, negro y corpulento, del cual no pude apreciar más detalles debido a la creciente oscuridad.


Otro terror me atenazó: estaba dándole la espalda a la anciana, y al volverme guarecido detrás de la placa, me vi solo. Había desaparecido. La tabla estaba caliente, como si hubiese pasado todo el día al sol. Sentí como quemaba mis manos y la arrojé lejos de mi.


Si aquello fue una ilusión de la vieja o si estaba recitando un conjuro maldito, que fue interrumpido por Shivan antes de haber invocado algo que no es de este mundo, no lo sabré nunca, porque regresé varias veces en busca de aquella explanada, más allá de esos escalones grises, y no encontré la chabola de la vieja ni el taller de alfarería.


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