CAPÍTULO 6 - Segunda Parte
Siento en mis viejos huesos que esta es la hora más alta de la noche. El recuerdo de la tundra helada parece haber revivido viejas lesiones en mis rodillas y cuello. ¡No me reclames!, es necesario que avives el fuego hasta que amanezca, o ambos pereceremos por la fiebre que la humedad del aire nos trae desde el mar hambriento.
Antes del amanecer de aquella larga noche, una voz de alarma hizo que los nómadas esclavistas de Iorm se pusieran de pie y salieran de la cabaña de piedra con sus lanzas en ristre. La Capitana Mirka ordenó a sus hombres que se armaran y salieran también. Sin saber si se trataba del ataque de un enemigo desconocido o de una jauría de lobos, pensé de inmediato en Shivan y su gente, expuestos en el corral. Y de algún modo no me equivocaba: Shivan y su gente no estaban, tampoco varias de las pieles que serían entregadas a Mirka como tributo para Anthibia. Una acre discusión llenó de aullidos y voces el aire helado: al parecer el jefe culpaba a uno de los guardias no haberse dado cuenta de la partida de sus cautivos, pero otros nómadas pronto comenzaron a señalarnos. El Jefe se acercó a ella y con un acento marcado por la ira y vocales atropelladas, mencionó a Shivan, y como nunca antes los hombres bestia se habían atrevido a robarles pieles y mucho menos a escapar. Debía ser la presencia de aquel hombre bestia venido del sur y a quien yo no había sometido correctamente, quien los había inspirado a escapar. Me miraron con odio medio centenar de pares de ojos inyectados de sangre, de caras negras que exhibían fieros dientes amarillos. Antes de que pronunciara palabra, Mirka me dijo con firmeza que me callara y agachara la mirada, pues como lo imaginaba, me estaban culpando y esperaban la menor provocación para asesinarme.
La mitad de la tripulación y algunos nómadas se quedaron a resguardar tanto el barco como el puesto. Con la llegada de las heladas y el cambio de estación, existía la posibilidad de que otros clanes de la tundra pretendieran hacerse de la madera del barco para asegurarse una provisión de leña, y nada le hubiera gustado menos a Mirka que esperar un año en el norte, hasta la llegada del siguiente barco de Anthibitas. El resto, incluyendo a la capitana y a mi, marchó en pos de las huellas de Ashiv y los suyos, que por la profundidad de sus pisadas y el largo de su zancada, se dirigían a gran velocidad hacia las montañas cercanas, y estime que no podrían llevar más de ocho horas de marcha. Si bien un hombre bestia no es más veloz que un caballo o un bisonte, puede soportar las mismas horas de trote que esas monturas, por lo que galopamos a través de la llanura hacia los bosques antiguos.
Serpenteamos entre los enormes troncos de los pinos, cuyas raíces sobresalían de la tierra amenazando con hacer tropezar a los caballos, cuyos cascos habituados a la llanura, nos hacían avanzar con precaución ralentizando la marcha. Las fondosas ramas perfumaban de verde el aire helado, y creaban una penumbra crepuscular aun cuando el sol estaba en lo más alto del cielo. Llegamos a un sendero pedregoso, bordeando un riachuelo que crecía en caudal y rumor conforme ascendíamos por la ladera de la montaña. Una de las marineras de Anthibitas comenzó a quejarse del frio y a maldecir entre estornudos. Menciono que deberíamos encender una antorcha para alumbrarnos y calentarnos, a lo que Mirka respondió secamente que no quería delatar su presencia, si no es que los hombres bestia ya habrían olfateado el hedor que compartían los caballos y los esclavistas.
En un recodo del camino, el Jefe de los nómadas detuvo su marcha: en un claro del bosque, vimos el cadáver de un ciervo gigante macho. Sus astas debían medir aproximadamente cuatro varas de ancho. Su panza estaba reventada por los gases de la descomposición, y sus tripas negras resumaban gusanos de moscardones. Sus cuartos traseros estaban arrancados y el hueso de su pelvis era visible, le faltaban las patas, pero por la longitud de la pata delantera fracturada, los rastreadores dedujeron que debió ser tan alto como dos hombres. Sus ojos habían sido picoteados por los cuervos y sobre el cuello desgarrado, su enorme cabeza estaba recargada sobre una roca chorreada de sangre, a modo de sacrificio a los dioses carnívoros de la montaña. Uno de los nómadas dijo algo entre dientes y escupió. Aquel animal era sagrado para varias tribus locales, y si bien en tiempos de escases era una presa permitida, derribar a un astado de ese tamaño habría requerido del trabajo en equipo de un grupo bastante numeroso de cazadores, ya fueran hijos de mujeres o de lobas. Si ya era un mal augurio encontrar asesinado al avatar de uno de los espíritus del bosque, no era menos mala la perspectiva de que una manada de lobos tan numerosa se hubiera arriesgado a enfrentar al ciervo gigante. Sin embargo otro rastreador propuso una explicación diferente: las entrañas del animal no habían sido tocadas, por lo que sospechaba de una enfermedad, y que la carne arrancada lo hubiera sido después de que el animal hubiese muerte, pues no había señas de lucha ahí. De cualquier modo, ambas explicaciones ofrecían perspectivas atemorizantes. El Jefe del grupo vociferó una orden y la marcha continuó, no sin que más de uno de los marineros y nómadas, escupiera al pasar delante del mal presagio, que a mi me recordó las sombrías palabras de Shivan acerca de la muerte de los glaciares.
La corta vida del día nos permitió avanzar a tiempo hasta la rivera de una corriente de agua de deshielo, donde levantamos el campamento en un claro e hicimos una fogata. Los nómadas y los marineros compartieron el pescado salado y la carne foca seca, pero ninguno quiso convidarme, aunque todos teníamos hambre. Incluso Mirka me aconsejó que me limitara a beber agua y a aguantar el hambre, ya que muchos de los miembros del grupo me culpaban de aquella expedición fuera de temporada. La noche calló y quienes no harían guardia, pronto estaban roncando.
El sueño me venció a mi también, acurrucado entre la capitana y un marinero, envuelto en las gruesas pieles que me abrigaban. La caricia del viento en aquellas las agujas de pino, el rumor del agua que corría cerca y los lejanos llamados de animales desconocidos, agudos y remotos, me trajeron imágenes de mi hogar en los montes más altos del mundo. Volví a beber el té de hierbas medicinales de mi madre, a sentir en mi boca la grasa tibia de carnero en el guisado de arroz y el pollo dorado con cúrcuma. Los susurros del viento formaron palabras en el dialecto de los pescadores del Río Sagrado y creí escuchar una tonada infantil, de palabras cadenciosas que mencionaban mi nombre. Alcé la mirada en sueños y vi delante de mi el rostro de mi madre, sin ojos, con la mandíbula arrancada y las entrañas negras vomitándose afuera del agujero de su garganta, de la que salían chillidos largos y agudos, relinchos de caballos, el grito de un nómada ahogado en borbotones de sangre.
Desperté en medio de un desconcierto generalizado: los chillidos que había escuchado en mi sueño seguían sonando en la oscuridad, mujeres y hombres daban estocadas confundiéndose entre las sombras que las llamas danzantes proyectaban y contra las que sus siluetas se recortaban. Unos segundos después, había varios muertos en el círculo exterior de la fogata, un caballo resoplaba moribundo en algún lugar y una mujer aullaba de dolor. Al acercarse a ella, la capitana descubrió que tenía el vientre desgarrado. Los nómadas hablaban a voces y se organizaron del modo que los búfalos almizcleros, formando un círculo espalda con espalda y apuntandno las lanzas al exterior. La Capitana agrupó a sus tripulación del mismo modo, pero los alfanjes y sables no eran tan largos como las lanzas y su círculo de protección tenía un diámetro menor. Los ojos miraban alrededor, pero la oscuridad que el fuego apenas mantenía a raya, era insondable.
Algo que mediría poco más de la mitad de mi estatura, saltó desde la oscuridad y dio un grito agudo, era un relámpago blanquesino, emplumado, cuyas largas zarpas se clavaron el vientre de un marinero cerca de mí. La velocidad del animal había superado la estacada defensiva, pero una vez que el pico ancho y curvo se clavó en el cuello, el filo del arma encontró un blanco en que vengarse. El pájaro rapaz y su presa cayeron, y el terror se generalizó cuando más de esos pájaros aparecieron saltando y corriendo, zigzagueando entre las sombras que volvieron a reinar en la confusión del campamento. Desarmado como estaba, fue Mirka quien veló por mi seguridad, pero no sería yo de nuevo el responsable de más muertes, y si era mi destino caer junto a aquellos hijos de las mujeres, lo abrazaría sin dudar: tomé una larga rama encendida de la hoguera, y blandiéndola avancé hacia la oscuridad, madliciendo en todas las lenguas que sabía. Varias aves de rapiña evadieron mis torpes embestidas, guardando distancia del fuego, pero no dejaron de atacar al resto del grupo. Gritos y chillidos humanos y animales se confundieron en la refriega. Cayeron bípedos implumes y emplumados en el curso de largos minutos, y para cuando las aterradoras aves se retiraron, el grupo se había reducido a la mitad.
Rematamos a los depredadores que se arrastraban con las patas fracturadas, sangrando por los tajos abiertos o sus picos entreabiertos. Los nómadas habían escuchado acerca de águilas gigantes no voladoras en las tierras cercanas al hielo eterno, pero era la primera vez que las veían tan al sur, en la tundra.
El grupo se dividió entonces: algunos nómadas, respaldados por los marineros de Mirka, propusieron dar por perdidas las pieles robadas y a los esclavos prófugos. Pero otros exigían un retribución para sus compañeros muertos, cuyos espíritus no podrían descansar, devorados por aquellos pájaros nunca vistos, si no se cumplía la meta de aquella marcha. El Jefe de los nómadas negoció con Mirka: a causa del hombre bestia traído por nosotros, el coste en vidas de su gente debía ser pagado, así que además de aumentar el precio por las pieles, exigió que varias mujeres de su tripulación les fueran entregadas para procrear. En el sur, aquel insulto hubiera sido respondido por una mujer libre con un espadazo, pero esto era territorio de bárbaros, que además nos superaban numéricamente. Mirka respondió secamente que recuperarían las pieles, los esclavos, pagarían el nuevo precio y si regresaban a Iorm vivos, ya verían cuantas mujeres querrían quedarse.
No lo mencionó en ese momento, pero el bárbaro también había pedido mi cabeza y la de Shivan.
- Abraham Martínez “Cuervoscuro”
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