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"Los últimos días de Anthibitas" - Por Cuervoscuro

CAPITULO 3 - Tercera Parte


Hay muchos animales peligrosos en el mar, en las cuevas sin luz y surcando los cielos sin nubes. En los bestiarios tallados en los muros de la capital de Einvin, hubieras podido observar a los toros sagrados de largos cuernos, con sus astas de marfil coronando sus rojas testas. Junto a ellos, acechando tras los juncos, se suele representar al león y a la hiena que los acechan en las planicies al sur de las islas. Las cúpulas de sus templos suelen estar adornadas con ibis de alas multicolores, o águilas gigantes que cazan desde las cimas más altas, capaces de llevar en su pico al pájaro elefante, cuya cabeza se yerge más arriba que la altura de dos hombres. Ahora esas tallas están sumergidas bajo el mar, y serán los tiburones, lampreas y calamares abisales los únicos que apreciarán sus retratos en aquellos relieves. Monstruos feroces que dormirán en los salones que durante miles de primaveras fueron hogar de las dinastías de las primeras madres.


¡Pero hay más bestias en este mundo, de las que las sacerdotisas representaron en los palacios y monasterios! ¡Escucha bien, pon atención, que al subir el oleaje del mar, acaso traiga con el no a los peces carnívoros sino a seres aún más espantosos!


Después de que los tripulantes de la nave negra de Dathron examinaran el navío mercante que habían encontrado en mar abierto, regresaron a toda prisa. El hedor de los muertos llegaba a nosotros, y la inmovilidad de los cuerpos asidos a los remos era notoria, aun en la penumbra de las entrañas de la galera.

La misma Dathron fue quien descendió látigo en mano y gritando instrucciones al tamborilero, hizo ademanes en el aire. El hombre, quien palideció de terror al escucharla y ver su látigo, comenzó a golpear velozmente el instrumento de percusión. Dathron respiraba agitadamente, dando golpes salvajes a cuadernas, bancas, espaldas y esclavos por igual. Los remos volvieron al agua, se agitaron hacia adelante y atrás frenéticamente, mientras la capitana, de rostro enrojecido y sudoroso, seguía golpeando, en una atronadora tormenta de latigazos e improperios.


Nos alejamos del barco abandonado más rápido de lo que nos habíamos aproximado, y durante largo rato Dathron siguió agitando su brazo y su lengua, hasta que, extenuada, hizo un ademán al tamborilero jadeante, quien aminoró el ritmo del golpeteo, y por ende, nosotros aminoramos la marcha de los remos.

Dos esclavas y un esclavo se habían desmayado, extenuados por el esfuerzo, y sus cuerpo estaban recargados ya fuera sobre sus compañeros de banca, o sobre sus vientres. Dathrone se acercó a una de las esclavas, la sujetó del cabello y tras una rápida mirada, murmuró algo antes de soltarla despectivamente. Luego subió los peldaños para regresar a la cubierta.


Esa noche seguimos remando, de forma pausada y constante. El viento estaba a favor, empujándonos a toda vela en dirección desconocida para mi. Dos piratas descendieron para llevarse a los tres esclavos caídos. A pesar de que la costumbre era echar al mar a los débiles, no escuchamos que fuesen arrojados en el transcurso de la noche. Sobre la cubierta, lo único que percibimos fue el silencio absoluto.


Durante todo este trance, el hombre bestia del norte se había comportado de forma extraña: murmuraba monosílabos que casi parecían tener estructura gramatical, y temblaba como si padeciera mucho frío, aun cuando estaba bañado en sudor. Temí que estuviera enfermo, pero no me pareció que tuviera fiebre. El anciano de la zalea a mi lado, intentó hablarle en su propia lengua, pero era ignorado.

Es terrible poder hablar varios idiomas, y que ninguno sirva para entenderte con quienes te rodean: La incapacidad para comunicarse hace que un hombre se convierta en una isla.


Llego el amanecer del día siguiente y uno de los piratas bajó a la galera para evaluarnos. El tambor había cesado conforme el barlovento nos empujaba. Los remos descansaban sobre el suelo sucio de excrementos frente a la banca, y esperamos pacientemente a que el tripulante revisara los ojos y reacciones generales de cada uno de nosotros. A aquellos que parecían más débiles o cansados, el pirata les hizo un tajo corto pero notorio en la espalda, a modo de marca.

Extrañado por esta nueva forma de tortura, tuve miedo como nunca antes.

Ese día se nos dio una doble ración de agua y aceite de palma, lo que entonces creí era una especie de compensación por la ardua jornada a la que nos habían sometido. El viento siguió favorable durante el resto del día, y al atardecer, aquellos que habían sido marcados, fueron retirados de su puesto y llevados a cubierta.


Si bien el horror a lo desconocido es el más antiguo y poderoso, el miedo que causa la incertidumbre no es menos angustiante. Aprovechando que nuestra fuerza no era necesaria, se nos permitió dormir toda la noche. Sumido en la oscuridad, cerré los ojos y me dispuse a abandonarme. Pero antes de que los sueños llegaran a mí, entrando a esa especie de meditación profunda que antecedía la separación del mundo real; creí percibir una respiración breve y rápida, cerca de nosotros. Sin abrir los ojos y sin darle importancia, escuché en dirección al pasillo central. Algo avanzaba agazapado, su cuerpo era tan ligero que aquellas pisadas apenas causaban ruido alguno, avanzando cauteloso. Pareció detenerse un instante junto al hombre bestia del norte, quien no dormía. Este gimió de pronto, asustado, y dejé de percibir aquella presencia de inmediato, por lo que me entregué al descanso.


Al amanecer del día siguiente, de nuevo escuchamos gritos y taconeos sobre nuestras cabezas, en la cubierta. Incluso el látigo pareció restallar contra la propia tripulación. La contramaestre descendió a la galera y ordenó al hombre del tambor que golpeará. El descanso había terminado, los remos volvieron al agua y de nuevo los brazos bogaron con fuerza. Mientras los primeros rayos del sol iluminaban el horizonte, pude ver varios cuerpos ser arrojados por la borda y chocar con nuestros remos. Uno de ellos, estaba marcado en la espalda con un tajo.

Aún recuerdo la apariencia reseca de la piel del esclavo, tostada no por el sol sino por un fuego directo, enjuta, arrugada y casi pegada a los huesos. El cabello quebradizo mecido por el mar que pronto lo reclamó, y conforme se hundía, las cuencas vacías y los dientes expuestos de un esclavo que más parecía haber muerto años atrás, que el cuerpo de alguien que hacía menos de un día era un hombre cautivo pero sin enfermedades.


Entonces recordé a los remeros muertos del barco abandonado, esqueletos forrados de piel que asían sus remos como nosotros lo hacíamos ahora, y proferí un grito de horror, por lo que el anciano de inmediato tapó mi boca y masculló lo que asumí eran maldiciones.


El tambor ordenaba de nuevo máxima velocidad, y el látigo en manos de Dethrone restallaba de nuevo sobre nuestras cabezas. En su rostro, la cicatriz del tajo estaba tan roja por la agitación, que parecía volver a sangrar, y en su mirada percibí la mezcla de furia y miedo que solo quienes han visto a la muerte de cerca, pueden mostrar.


El hombre bestia del norte remaba con más fuerza que antes, casi arrebatándonos la caña del remo, ya que no podíamos seguirle el paso. Pude ver que estaba llorando, cosa que parecía imposible en aquel ejemplar de hombre simiesco, y mientras sorbía los mocos, seguía repitiendo una cantaleta monosílaba en la que empecé a distinguir una palabra, donde parecía haber una “o” y una “a” largas que repetía varias veces. ¡No era un animal de escasa inteligencia, sino un individuo poseedor de lenguaje, y tal vez de civilización! Pero a pesar de esta suposición, su rudimentario lenguaje gutural prometía ser más difícil de aprender que el Rhuano común, del cual había aprendido tan poco en aquellos días, que aún me era imposible comunicarme.


Tras una larga jornada de horas, Dethron volvió a cubierta llevando consigo a tres remeros más. Escuchamos a varios piratas discutir con tanta vehemencia, que temí un amotinamiento. Dethron impuso su voz a la de los demás y de nuevo al anochecer, reinó la calma.


El ritmo del tambor amainó esa noche, pero no se nos permitió dormir, salvo un breve lapso de tiempo y por turnos. La nave negra seguía huyendo a toda vela, como si fuera posible escapar del destino impuesto por las diosas.

Al amanecer, tres cuerpos más fueron arrojados por estribor, y aunque no me fue posible mirarlos, no tuve que hacerlo para saber que se trataba de los tres remeros retirados, y que los tres estarían en las mismas condiciones que sus compañeros muertos.


Lo que hubiere asesinado a la tripulación del barco a la deriva, fuese enfermedad o maldición, ahora estaba a bordo del nuestro.

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