I know the pieces fit 'cause I watched them fall away. - Tool, Schism
Tenía el cuerpo cubierto de pelo, y encima había conchas sobrepuestas que ningún arma las podía pasar, y las piernas y pies eran muy gruesos y recios, y encima de los hombros había alas tan grandes, que hasta los pies le cubrían, de un cuero negro como la pez, luciente, velloso, tan fuerte que ninguna arma las podía empecer, con las cuales se cubría como con un escudo; y debajo de ellas le salían brazos como de león, todos cubiertos de conchas más menudas que las del cuerpo. Y las manos había de águila, con cinco dedos, y las uñas tan fuertes, que en el mundo podía ser cosa que entre ellas entrase que luego no fuese deshecha. Dientes dos en cada una de las quijadas que de la boca un codo le salían, y los ojos redondos, muy bermejos como brasas, así que siendo de noche eran vistos. Saltaba y corría tan ligero que no había venado que se le pudiese escapar. Toda su holganza era matar hombres y animales vivos, echaba por sus narices un humo que semejaba llamas de fuego, y daba unas voces roncas espantosas de oír. Olía tan mal, que no había cosa que no emponzoñase. Sacudía las conchas unas con otras y hacía crujir los dientes y las alas, que no parecía sino que la tierra hacía estremecer. - Amadís de Gaula, Cap. LXXIII
De monstruos y maestros
Si miráramos al cielo con el más potente telescopio del que somos capaces de disponer, podríamos apostar a que no veríamos más allá de nuestra atmósfera una forma de vida del tamaño de una galaxia. Lo que nos permite hacer tales predicciones y ganar apuestas fáciles con nuestros amigos es que el universo funciona con un cierto orden, una regularidad que nos otorga la posibilidad de prever acontecimientos que aún no han sucedido. Y como nunca se ha registrado que tales formas de vida existan, sabemos que como poco sería muy improbable encontrarlas en cualquier circunstancia dada. Pero eso no significa que tales rarezas biológicas no existan del todo. De hecho, tajantemente, no podemos afirmar que no estén ahí, en algún lugar del cosmos, flotando en una intrincada red de gravedad y esperando a ser descubiertas. Sólo podemos decir que dada la precisión de nuestros más modernos instrumentos de medición y su eficacia de usos múltiples en una variedad de tareas científicas, la existencia de organismos colosales de proporciones estelares es remotamente probable al menos en la región del universo que habitamos. Sin embargo, sí tenemos la certeza de que esas manifestaciones biológicas siderales, ya sea que existan en la realidad o sólo en el no menos infinito espacio cósmico de la imaginación humana, responden al calificativo de monstruosas.
Los monstruos han fascinado a los seres humanos desde el amanecer de nuestra evolución. Ya en las más tempranas etapas de la vida de nuestra especie la figura de lo monstruoso se solidificó en las sombras alimentadas por la oscuridad más allá de los límites seguros de una hoguera, en cuyas cercanías las personas se sentaban formando un ambiente acogedor y propicio para sobrevivir. No sólo hemos heredado la costumbre instintiva de seguir reuniéndonos para dar vida a una circunferencia (como en las reuniones literarias de este círculo) sino también la fascinación genética por lo desconocido que se amalgama hasta asentarse en un amor por los géneros de lo oscuro y lo macabro (también como en las reuniones literarias de este círculo, a las que, dicho sea de paso, todo el mundo está cordialmente invitado). Hay antiquísimas pinturas rupestres que lo demuestran. Recordemos el caso de los Anasazi y sus “hombres hormiga”, tribu que por cierto practicaba el canibalismo. Pero estas figuras, estas manifestaciones del horror que cobran una cíclica y a su vez renovada vitalidad en asesinos seriales de las pantallas de cine o en las funciones teatrales a media luz completando la ilusión de un semblante femenino poseído por el demonio, o en las íntimas reuniones para jugar a la ouija en un cementerio a las 3 de la mañana en compañía de nuestros seres más queridos (no necesariamente vivos), no son sólo el deseo humano de autocomplacerse por experimentar sensaciones de aversión que resulten paradójicamente gratificantes - como si se tratara de despertar en nosotros, por medio de vívidas simulaciones, los ecos primitivos de negruras enterradas en nuestro cerebro con orígenes en etapas más salvajes y quizá, más interesantes que la monotonía de la modernidad automatizada-. Son mucho más. Pareciera que ese sentimiento, que resulta tan buscado como lo delata el éxito por el culto de estos géneros y subgéneros, obedece, como el orden de la vida misma, a ciertas regularidades que al desentrañarse dotan de un nuevo brillo el significado de lo que es el horror y lo que ha representado para la historia de los pueblos que tienen sus propias leyendas y fábulas, mitos y cuentos, a veces de un carácter moral, no pocas veces, con la inclusión de elementos discordantes que casi ni pueden ser catalogados dentro de esos límites axiológicos. Aquí un paréntesis. Los grandes maestros del género como Lovecraft ya aportan demasiado a la revelación celosa sobre el milenario arte de contar una buena historia capaz de inspirar el tan anhelado temor. Sus palabras son alas para el carruaje de todo análisis sobre el tema. En el nuestro, mucho más modesto, nos centraremos esta ocasión en los monstruos, aquellos protagonistas infalibles y eternos, inagotables, de muchos de estos relatos. Si una criatura cósmica con un tamaño más allá de la comprensión de la mente humana es monstruosa, ¿no es también monstruosa una pulga vista bajo el microscopio? Más de uno, exceptuando a los entomólogos, dirían que sí. Pero lejos de las características proteicas de estos viejos amados por el público tanto como eludidos por la mayoría de los personajes humanos que tienen el infortunio de encontrárselos en su camino dentro de la ficción, nos toca también admitir otra verdad, acaso intrigante: El día que ser monstruo se vuelva normal, la antigua normalidad pasará a ser la nueva monstruosidad.
La naturaleza, lo antinatural y los monstruos
En uno de los ciclos lectivos que recoge en Los anormales (Clase del 22 de enero de 1975) sale a relucir la figura de lo que Foucault llama “el monstruo humano”. Monstruo es todo aquel ser, nos da a entender, que transgrede los límites de la naturaleza teniendo una condición no recurrente que cuando se busca explicar, siempre remite a sí misma. En el mundo natural no se encuentran referentes cotidianos que permitan comprender por comparación al monstruo, que es monstruo, en cuanto resulta una anormalidad letal o una irregularidad extrema. Es monstruosa toda aquella criatura que se define a partir de lo sobrenatural, cuyas características se clasifican por dos o más reinos del orden natural establecido transgrediendo los límites del reino al que debiera pertenecer, el reino animal y el reino humano, o el reino mineral de lo inanimado. El monstruo es de esta manera también ante todo un problema jurídico, su existencia no se encuentra contemplada en las leyes, civiles, canónicas o hasta las naturales, ni entre las fronteras que cada época designa para tales leyes. El problema del monstruo es además un problema subjetivo de la humanidad civilizada, de ahí que Foucault insista en el adjetivo “humano”. Puede ser entendido como monstruoso todo aquel ser que nace con deformaciones o toda criatura fantástica con características híbridas aunque no toda criatura fantástica es, por definición, monstruosa, ni es relevante toda monstruosidad como violación del orden repetitivo de la naturaleza (un repentino chubasco en medio de una tarde de calor o la singularidad cuántica de un agujero negro no son monstruos por definición, por monstruosos que puedan ser sus efectos). En la vida silvestre, si un animal nace con características monstruosas que lo imposibilitan para sobrevivir, su destino es simple. Pero dado que de la cultura y sus leyes se derivan de ciertas reglas de convivencia que no se limitan a perseguir los mandatos genéticos de la especie humana, sino que se esfuerzan por dotarlas de un significado artificial, esotérico y simbólico, el monstruo es también una criatura simbólica que, siendo igualmente humana, genera en torno a sí una controversia por el sólo hecho de existir. El monstruo es engendrado por las sombras en los más primitivos sueños de la especie, pero estas ubicuas oscuridades del alma no cobran peso y notoriedad, no se vuelven concretas como otra criatura más de la ciencia, sino hasta que son vistas ante la luz de la cultura. Porque el monstruo es toda aquella personalidad ficticia o simulada que aun cuando pudiera no ser encontrada culpable o responsable por sus acciones, que pueden consistir en sólo ser y permanecer, de todos modos será juzgada de antemano como si lo fuera y, de ser propicia la ocasión, castigada por ello. Su castigo y su juicio devendrán no de su capacidad para elegir, de su libertad para ser o no ser un monstruo, porque el monstruo no es libre de elegir tal cosa, sino por sus características inmanentes interpretadas como ecos codificados en la ética de quienes lo reconocen como tal, de quienes ven en él una amenaza para su hasta entonces confortable vida. La defensa del monstruo deberá estar encaminada, ante todo, a demostrar que no es un monstruo y no a que no ha cometido tal o cual atrocidad, tal o cual crimen. El monstruo es así una fatalidad, un mal que no ha sido elegido ni por él mismo ni por nadie, excepción hecha del destino o su equivalente simbólico, los dioses.
Pero tampoco la mera mezcla de elementos heterogéneos hace por sí sola al monstruo. El cemento, como una combinación de arenisca y otros ingredientes, puede constituir los músculos de un fantástico monstruo de piedra, pero no es por sí mismo ni siquiera un material químicamente aterrador. Lo mismo para otra suma ordinaria de elementos. Un pan con mantequilla y mermelada no tiene nada de monstruoso – a menos que R. L. Stine escriba un libro sobre el tema y nos diga que cada noche de luna llena el postre se convierte en un dulce vampiro, en más de un sentido – o la fusión de ideas casi al azar, como el salimón que se usa como ingrediente de algunas bebidas alcohólicas– que lo único monstruoso que puede conllevar es la resaca posterior a la fiesta, pero no por el ingrediente en sí, sino por las bebidas alcohólicas que acompaña; el verdadero monstruo aquí sería entonces el alcohol, capaz de inducir en sus víctimas el horroroso estado del alcoholismo, auténtica posesión demoníaca donde las haya-. Si la combinación gratuita de elementos heterogéneos no basta para traer un monstruo a la vida, ¿cuál es la receta adecuada capaz de invocar a uno de estos seres? Sin duda, el peligro es un buen inicio. El peligro y la amenaza para nosotros, los seres humanos, en relación al monstruo, es uno de los ingredientes infaltables a la hora de construir a nuestros enemigos más antiguos y atemporales de la ficción y acaso de los momentos más representativos de toda nuestra historia.
- Isidro Morales "El Juez"
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Imagen de la libreta de anotaciones de Guillermo del Toro
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