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Somos testigos de una simetría universal en las fronteras dramáticas de un solo mito. En las aristas, Poseidón y Zeus, cielo y mar, en ambos lados Minos y Parsifae, y Dédalo y su hijo, Ícaro, como columnas que los sostienen con sus respectivas alas, precursores de la iconografía de querubines sosteniendo a los santos en el cristianismo –y caro pagaría Dédalo su responsabilidad en todo este asunto, si el hijo de los reyes tenía que morir, el primogénito del arquitecto de aquel destino no tendría un final diferente-, y los dos toros níveos, como el sol y la luna. En el centro de este mosaico imaginario y cretense, mapa del laberinto que Dédalo construyera y representación de la tierra (Gea) como madre de la estirpe de los hombres, encontramos al corazón de los secretos, el monstruo y su demencial forma. No es dado imaginar otras rectificaciones de la simetría en el Minotauro impuestas, del centro en torno al cual gravitan todos los demás elementos citados, el axis mundi. Una simetría no vertical, ya sea horizontal o coaxial (como los antiguos de Lovecraft), con pezuñas emanando de una pata y dedos en la otra, o un solo cuerno y un ojo taurino conviviendo en el cráneo con el iris y una oreja humanas, señales de lo único y eterno en un mismo rostro, porque es en suma, como el eje simbólico de los dos invencibles poderes de la existencia: La vida y la muerte. No hay misterio mayor. Porque si la muerte es una amenaza, lo es por la amenaza que tenemos todos de nacer. Y la condena por haber nacido para el monstruo no se circunscribe sólo al destierro, es, en el caso del Minotauro, el encierro, a diferencia del toro de Creta, su padre bestial, que andando libre por la isla fue capaz de matar a una multitud de hombres hasta que Hércules lo detuvo, se lo llevó fuera de la región y fue a parar a Maratón, donde Teseo habría de darle muerte para así inaugurar, en este mito como representación de un enfrentamiento siempre vuelto a ensayar, el periplo de la contienda mortal entre las castas de los héroes y los monstruos, círculo de culpas que para efectos del relato del Minotauro, ya no como mito universal sino también como escenificación particular y arco argumental que se cierra en esta historia, completaría el mismo Teseo más tarde al sacrificar al hijo, Asterión, en el altar de su apoteosis y de todos los significados.
5 Estas dos visiones de lo interno y lo externo son igualmente arquetipos de la monstruosidad y se verían hacia finales de la edad media en relación a los leprosarios y el tratamiento de destierro que se daba a los locos, papeles luego invertidos al erradicarse la lepra en Europa. El laberinto que encierra al monstruo para proteger a la humanidad y el monstruo suelto como una amenaza latente a los hombres, son dos versiones de una misma amenaza vital y necesaria. En la primera, Teseo y Asterión se presentan como dos homúnculos de la dualidad cuerpo-espíritu, el cerebro y su morfología, como el laberinto en el que ha de adentrarse la parte más luminosa de la intelectualidad, la mente, remitiendo a la teoría de la mente bicameral para llegar a encontrarse en su centro con los vestigios más primitivos y cercanos al estado animal de la consciencia, aquel que guarda los instintos básicos y más sanguinarios del género humano -el referente del monstruo, el viaje del héroe por conquistarlo y vencerlo, es también la inagotable lucha de la materia contra el espíritu y del conocimiento de uno mismo; de la materia inerte cobrando consciencia de su propio ser y de la civilidad luchando contra los instintos-.
En la segunda, el monstruo externo se desdobla en su insensata escala a través del género del horror cósmico.
- Isidro Morales "El Juez"
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Imagen de la serie de HBO, Westworld, donde se trata la hipótesis de la mente bicameral
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