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Foto del escritorCírculo Lovecraftiano

Más que la suma de sus partes - Parte IV

Pulgarcito


Como apariencia de caballos es su aspecto, y como corceles de guerra, así corren. Como estrépito de carros saltan sobre las cumbres de los montes, como el crepitar de llama de fuego que consume la hojarasca, como pueblo poderoso dispuesto para la batalla.

- Joel 2:4-5


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Tan monstruosa como la gran abominación, suma de aberraciones titánicas, de errores imborrables, del kaiju, es el pequeño duende en cardumen con sus semejantes, la suma de millares de pequeñas voluntades anárquicas o colmenares. Otra vía para la combinación de los elementos idénticos que al sobrepasar un cierto umbral devienen en caos. Una sola gota de agua es apenas insignificante, pero la unión de trillones de esas mismas unidades deriva en una catástrofe ciega sin consciencia con la capacidad de aniquilar mundos enteros, lo mismo a niveles microscópicos como estelares. El monstruo-ladrillo, que constituye muros a partir de su masificación, no es, como la anfisbena de Borges, la suma de lo mismo como tautología metódica para llegar a la monstruosidad, sino una mezcla homogénea que al reagruparse pierde la capacidad de actuar con racionalidad. Pensemos aquí en las grandes masas ciegas, los ejércitos de pigmeos, las calamidades de la guerra, los enjambres de abejas asesinas y las películas de plagas, de insectos carnívoros, sanguinarios gastrópodos o extraterrestres, que invaden por centenas o acaso millares los habitáculos de sus lamentadas víctimas. Películas notables sobre este tema hay: Aracnofobia (1990), Critters (1986) y Los pájaros (1963), esta última del genial Alfred Hitchcock, entre muchas, pero el acoplamiento de horror con horror, de una premisa y la otra, de las pequeñas pero incontables criaturas con la de las grandes aberraciones, ha traído también historias inolvidables del género, como Them! (1954), Alien 2 (1986), con el arte del renombrado Giger, y Mimic (1997), del galardonado mexicano por todos conocido. Y es justo en alusión a los extraterrestres que Voltaire plasma en Micromegas una noción de esto mismo. Micromegas, cuyo nombre es ya un oxímoron, es un visitante de la estrella Sirio que tiene interesantes coloquios con los terrestres que se encuentra:


-“¡Oh átomos inteligentes en quienes quiso el Eterno manifestar su arte y su poder! Decidme, amigo ¿no disfrutáis en vuestro globo terráqueo purísimos deleites? (…)
Encogiéronse de hombros al oír esto los filósofos (…)
-Más materia tenemos -dijo- de la que es menester para obrar mal, si procede el mal de la materia, y mucha inteligencia, si proviene de la inteligencia. ¿Sabéis por ejemplo que a estas horas, cien mil locos de nuestra especie, que llevan sombrero, están matando a otros cien mil animales que llevan turbante, o muriendo a sus manos? Tal es la norma en la tierra, desde que el hombre existe.
(…) -Se disputan -dijo el filósofo- unos trochos de tierra del tamaño de vuestros pies; y se los disputan no porque ninguno de los hombres que pelean y mueren o matan quiera para sí un terrón siquiera de aquel pedazo de tierra, sino por si éste ha de pertenecer a cierto individuo que llaman Sultán o a otro que apellidan Zar. Ninguno de los dos ha visto, ni verá nunca, el minúsculo territorio en litigio, así como tampoco ninguno de los animales que recíprocamente se asesinan han visto al animal por quien se asesinan.
-¡Desventurados! -exclamó con indignación el siriano-. ¿Cómo es posible tan absurdo frenesí? Deseos me dan de pisar a ese hormiguero ridículo de asesinos.
-No hace falta que os toméis ese trabajo. Ellos solos se bastan para destruirse”.

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Campbell continua sobre el monstruo-tirano (recordemos que salvo en la alegoría de las fábulas, sólo los humanos podemos padecer la enfermedad de la tiranía): "Él es el avaro que atesora los beneficios generales. Es el monstruo ávido de los voraces derechos del yo y lo mío”. Es aquel, se deduce, dragón que resguarda su tesoro con lascivia y el deforme demonio que custodia a la doncella convertida en oráculo, el ogro que desde el húmedo pasaje exige tributos al pueblo de la ficción. Es King Kong (rey por partida doble, la política y la que le otorga su talla excepcional), y el político en persona cuya representación directa está vedada so pena de patíbulo para los simples lacayos, pero del que se puede hablar a través de las más aleccionadoras y perdurables críticas en los epigramas míticos y las églogas basadas en los cuentos de hadas. No sería sorprendente que ese fuera el cimiento de los monstruos políticos como idea repetitiva a lo largo de la historia y de la mitología, los recursos literarios de la hipérbole y la parodia, la sutil venganza de los pueblos humillados, hartos de servir por generaciones a una sucesión de infames tras otra, incapaces de enfrentarlos en vida y sin poder para derrocar a sus herederos en la muerte, se valieron de la creatividad para imponer sobre la memoria de los desaparecidos caudillos los más desaforados atributos. La mínima investigación sobre la vida de cualquiera de estos personajes nos arroja a conclusiones parecidas. Minos y su familia dejarían en ridículo a los más estridentes escándalos de las celebridades de la actualidad; su esposa era bruja, él un fornicador insaciable, sus hijos unos tontos y otros déspotas sanguinarios e imprudentes, más el ilegítimo, que se lleva el trofeo de la monstruosidad jamás enunciado e, irónicamente, quizás el más noble por lo simple de su entendimiento -¿qué perversidad podría albergar alguien con el cerebro de un toro?-. Igual con todos los césares y napoleones, con biografías llenas de excesos y privilegios obscenos y finales poco decorosos que contrastan en las crónicas con la brutal y dura vida de privaciones que suelen llevar los pueblos llanos que los sirvieron. Ya Alan Moore advierte del poder imperecedero de escritores y otros inventores de estos recursos creativos. De cómo un gobernante triunfador en vida, si tuvo el infortunio de haber sido parodiado por un trovador o dibujante lo suficientemente hábil, habrá perdido tras la muerte todo el poder sobre su historia y aquello por lo que tanto se esforzó en oprimir: Su legado. Pero esta capacidad de aniquilar reputaciones a través de la mentira tiene también algo de monstruoso. Es la turba iracunda que asola el castillo de Frankestein en las películas, que busca demoler al monstruo imaginario sin preocuparse por hacer justicia en el proceso. A este monstruo social, volvemos a Foucault, lo denominó el francés “pulgarcito” en relación a los hechos de la revolución francesa, la suma de muchas pequeñas voluntades monstruosas que desde la insensatez y el enojo, transmitidos como por contagio, pueden acabar con el buen nombre de quien sea, lo merezca o no, aunque su víctima no haya sido una figura pública antes de su linchamiento sino que haya sido a través de su lapidación que cobrara fama y notoriedad. Es algo que hoy vemos, por desgracia, con bastante frecuencia en las redes sociales –Nuestra prudencia debería limitarnos a no reproducir tales conductas, pero la prudencia es una recompensa de la madurez y somos todavía una civilización adolescente-.


El extraño y el desconocido


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El monstruo no como voluntad sino como representación que sigue determinadas reglas, el monstruo como resultado de una mezcla exótica, ilógica, desaforada, como suma de opuestos blasfemos e inhumanos, maquinales, el monstruo como comunión entre lo que podría ser y lo que, irremediablemente, es, lo trágico. Señala Carl Sagan en Los Dragones del Edén: “Un ser exactamente igual a nosotros, pero con una pequeña diferencia fisiológica – un tercer ojo, o pelo azul que cubra su nariz y frente–, es algo que provoca sentimientos de repugnancia o retroceso. Tales sentimientos pueden haber tenido un valor aceptable en otras épocas al defender nuestra pequeña tribu contra las bestias o los vecinos. Pero en nuestra época estos sentimientos son peligrosos y anticuados”. Porque ante todo, el añadido de diferentes elementos que arrojan ante el ojo, sino omnisciente, si omnipresente de la sociedad, ante nuestra percepción, al sujeto monstruoso -patas de caballo, aletas de pez, cuerno de unicornio, plumas y pelos pegados a un cuerpo humano-, nos desagradan no sólo por ser señas de insalubridad, reconocidas por la consciencia atávica, sino por la falta de familiaridad, o porque, acaso, una solución mucho más extraña al problema de la monstruosidad, adivinamos en el extraño y desconocido algo que se oculta en nosotros mismos. Nos perturba la sola idea de vernos en el reflejo de quien consideramos diferente y de ahí el prejuicio, el empeño por arrebatarlo de su dignidad, por sentenciarlo y catalogarlo como inferior, por decir que es, en resumen, un monstruo. El monstruo es también aquel que viene de fuera, el extranjero, el que se esconde entre las difusas sombras de nuestra percepción pero del que no somos del todo conscientes a la luz del mediodía, cuando la consciencia permanece sobria.

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Entre los miedos sugeridos por Ricardo Guzmán Wolffer (https://goo.gl/CST4J9), los orígenes exógenos y endógenos del mal que surgen de las dos visiones literarias de Poe y Lovecraft, recordamos la otra característica esencial de los monstruos, la limítrofe por oposición a la moral. Campbell nos despliega en este sentido una caterva de criaturas de insólita perversidad. El Hai-uri de los hotentotes es un ser que también resulta en una mezcla, un medio hombre con una brazo, una pierna y un solo costado, invisible desde el otro, combina al ser y la nada. Estos nómadas africanos también describen a un ogro que tiene los ojos en las plantas de los pies, de modo que para visualizar a sus presas debe arrodillarse y apoyarse con las manos para apuntarlas con las extremidades inferiores. Tales criaturas se aparecen a los viajeros en parajes solitarios y en los cruces de caminos, siendo en origen idénticos al miedo pánico, el horror del dios Pan. Con aspecto de fauno, el dios Pan era, y es, el desconocido por definición. Criatura que por sincretismo lleva en sí la marca del macho cabrío y una prematura forma del dios Dionisio (los bacantes reemplazarían su culto en el siglo V), su relación con otros seres mitológicos es ramificada. Ovidio recoge en La Metamorfosis su competición musical con Apolo, quien al vencerlo lo condena a llevar orejas de burro, y ya deja adivinar desde ahí la rivalidad entre lo apolíneo y lo dionisiaco. Lo dionisiaco, en esencia lo oculto, esotérico, excesivo y dramático, se esconde de los rayos del sol (Apolo), en armonía con la monstruosidad que emana del inconsciente, enfrentada a la lógica y la mesura de la razón. No es novedoso que el dios Pan prefiera los parajes solitarios, propicios para toda clase de actos reprimidos por la sociedad, ni que el pánico sea tan semejante a los efectos de euforizantes, disposiciones en relación con la paranoia y aquella conocida sensación de que “alguien nos mira”. Sobre el pánico, no podría ser descrito mejor que como lo hace Nathaniel Hawthorne en Goodman Brown: "La ruta no podía ser más despoblada; y en tales soledades se presenta la particularidad de que el viajero ignora si hay alguien escondido tras los innumerables troncos y arriba en el ramaje, de modo que al andar a solas puede así y todo estar pasando en medio de una multitud invisible. - Detrás de cada árbol puede haber un indio endemoniado -se dijo Goodman Brown, mirando para atrás mientras añadía-: ¡Hasta el diablo en persona me puede estar pisando los talones!-”.


Al respecto, son muy conocidas las leyendas del diablo que se aparece en los cruces de caminos, su origen es también pánico.


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Es una tendencia cognitiva natural, probablemente relacionada con la necesidad humana de ver y reconocer patrones en el mundo que lo rodea para lograr sobrevivir, la de separar el todo en partes conmensurables. La realidad no opera así porque es un continuo que existe sin reconocer la variedad ni la divergencia. La contradicción es por entero subjetiva y por esto uno de los orígenes de la extrañeza, de la monstruosidad, es cuando una o varias partes de lo que vemos generan aversión. Pero aquí cabe hablar entonces de dos tipos de monstruos. El monstruo externo que pertenece al mundo, que vemos fuera de nosotros y fuera de nuestra cotidianidad, ajeno a ese preámbulo de consideraciones que llamamos costumbre; y el monstruo interno, nuestro propio monstruo personal que nos impele a ver en el otro los agentes externos de lo monstruoso: Entiéndase aquí el ya mencionado prejuicio, toda manifestación de odio preconcebida, violenta y sórdida sin una pizca de análisis o empatía por el ser que es proclamado, al unísono y por la sociedad o por el victimario, como monstruo humano. El extraño es también esa faceta de nuestra consciencia, el desconocido, ese lado ignorado por nosotros cuando estamos prestos a señalar los defectos en el monstruo externo.


Locos con piel de oveja


"A un dios que bajase a la tierra no le sería lícito hacer otra cosa que injusticias, tomar sobre sí no la pena, sino la culpa, es lo que sería divino".

- Nietzsche


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Con la procacidad fugaz auspiciada por el avance de la tecnología, llega una era de mitos efímeros que cambian tanto como el nuevo meme del momento. Hoy tenemos un ídolo, mañana otro, y en esa necesidad permanente de cambiar de personajes e iconos recurrentes y de una creatividad que a veces se despliega a marchas forzadas por satisfacer la voracidad de un púbico para el que nada es suficiente (monstruos de la industria que crean monstruos ficticios para ser devorados por el monstruo de la audiencia), que últimamente lo odia todo, que le encuentra defectos a todo, que ha convertido la hiperconectividad sin precedentes en un intercambio infinito de basura práctica, en esas condiciones, los valores considerados hegemónicos dan la apariencia de invertirse. En lo que concierne a los monstruos, esa lógica de buscar emociones más fuertes en el mundo del entretenimiento como una adicción más a la novedad, por momentos superficial y trivial, que a las historias en sí y sus argumentos, somos testigos de la creación de personajes contraintuitivos como lo fue Shrek. Un ogro del pantano que nos llevó presuntamente a abrir los ojos sobre la claridad antes no vista de que la verdadera monstruosidad es moral y no guarda concordancia alguna con lo fisionómico. Así, el agraciado, el otrora hombre elegante, fuerte y derrochador de la hasta entonces belleza que era el héroe clásico, se convierte en el nuevo monstruo clásico, y el monstruo, a la inversa, es el nuevo héroe. Pero está reconstrucción del monstruo a partir de la premisa "feo por fuera, bello por dentro", no es tampoco novedad. Se trata de una reinterpretación con ligeras diferencies de los ya bastante viejos cuentos de hadas del sapo que se convierte en príncipe y la bella y la bestia. Y erróneamente, se cree que con la popularidad que han alcanzado las historias de este tipo se ha logrado vencer a valores más destructivos o "tóxicos", que pervivían en un periodo humano más hostil, etapa de ignorancia, nos dicen, ya superada. Pero suele haber mucha mentira en todos estos asuntos. La difusión de ficciones con este argumento lo único que consiguen, en el mejor de los casos, es cambiar unos cánones de belleza por otros, aplicándose una discriminación opuesta, pero no por ello menos volátil, al dejar intactos los defectuosos procesos del pensamiento que conducen al prejuicio. Porque el cambio ha sido sólo estético, no ético. No se trastoca, en ningún momento, ni se redescubre el monstruo "que llega a ser", el monstruo psicológico que revelado por sus actos y atrocidades, viola las leyes de los hombres, el monstruo intelectual, el monstruo moral, el agresor, el monstruo de los actos sexuales, el que es incapaz de sentir compasión y frío y sin corazón es sólo mente sin emociones. Todos esos son monstruos que nunca se han visto de otra manera en ningún momento de la historia, en esta categoría se encuentran los megalómanos, los tiranos, los déspotas. Aquellos que entre lobos no se limitan a aprender a aullar sino a vestir la piel de las ovejas.


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Más prodigiosa es aquella virtud de la oposición, de dejar al monstruo ser quien es, sin necesidad de redimirlo, de atenuarlo, el darle su justo, milagroso y poderoso papel tan necesario para el héroe como la tragedia o para la historia como el equilibrio de los argumentos y del bien y del mal, de tal suerte que se nos permita también con justicia admirar al monstruo como se admira algo terrible, la vibrante fuerza de una voluntad que impone y resiste, la superficie enorme de un planeta volcánico, que no se doblega y es, a diferencia del héroe, capaz de aceptar todas las consecuencias de su existencia y de rebasar todos los límites en él manifiestos para demostrar que podrá ser odiado, despreciado o asesinado, pero nunca ignorado. El héroe necesita al monstruo, a los monstruos, a la monstruosidad, ya sea que resulte un personaje pasivo como los héroes de Lovecraft, que finalmente sucumben ante la locura o el mal, final trágico apropiado para el género de horror cósmico (porque sería contradictorio escapar de fuerzas cósmicas, violando las propias premisas del género que se dan por sentadas en cada relato), o héroes históricos como Churchill, quien no habría pasado de ser un político olvidado de no haberse presentado la fatalidad de luchar contra el nazismo, siendo uno entre los héroes de la oportunidad. O los héroes reactivos como Don Quijote, que se van a buscar las aventuras incluso ahí donde no hay aventura alguna, que no por ser más propicios son menos víctimas de la monstruosidad, o falta de monstruosidad en el caso de Don Quijote, que no la encontró como él la esperaba, con aspecto de gigantes y otras criaturas, y esa fue su tragedia, o que si la encontró fue, si no en el cruel trato que muchos le procuraron, al menos entre sus delirios internos, el monstruo de la locura y del absurdo al que sometió su mente brillante, monstruo que termina por derrotarlo -porque la locura es un elemento indisociable del horror cósmico, cuando se nos impone no se escapa de aquella como no se escapa de Nyarlathothep; al menos en la literatura, en la vida real, hay que seguir tomando el tratamiento-.


- Isidro Morales "El Juez"


Parte I - aquí.

Parte II - aquí.

Parte III- aquí.

Parte V - aquí.

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