Plaza Acadia es un centro comercial en medio de zonas residenciales de clase media y media alta, lo que significa buen dinero para cualquiera que sepa invertir. Entre sus negocios hay un Cinépolis, un Soriana, los clásicos locales de ropa y accesorios femeninos y de estilos urbanos para skateboarding y raperos, un Innova Sports, un Steren, tiendas cuyos nombres varían y donde venden coleccionables en relación a videojuegos y cómics pero no venden ni videojuegos ni cómics, joyerías y locales de comida. Entre las comidas es posible encontrar las franquicias más famosas, Buchakas, Carl’s Jr, Burger King, KFC. Y entre las que más vendían a pesar de no pertenecer a una cadena grande estaba Tortas el Árabe, propiedad de Ricardo Helú.
Ricardo ya pasaba los cincuenta. Había sido militar hasta obtener su baja honrosa con derecho a una pensión y dedicado los últimos años de su vida a su negocio. Lo había podido abrir gracias a que hipotecó a un plazo de diez años la única casa que le heredaron sus padres sabiendo desde el principio que era una apuesta arriesgada. Cuando lo inauguró, el centro comercial no era ni la mitad de grande, y a pesar de que el administrador, el primero de siete que Ricardo alcanzó a tratar, le había asegurado que el espacio que rentaba estaría en donde se consolidaría el área de comidas, lo que terminó ocurriendo fue que las comidas se establecieron un par de años más tarde en otro extremo del complejo, y Ricardo acabó atrapado en la esquina de un pasillo que tras doblar desembocaba en una pared sin más compañía que un espacio vacante.
Vista ahora, la decisión de Ricardo cuando le ofrecieron cambiarse al área de comidas parece lógica, pero hay que considerar que en ese entonces no estaba el cine, ese abrió después.
Así que, cuando movido por una corazonada, instinto o lo que fuera que ni él mismo llegaba a comprender, optó por quedarse en ese lugar poco prometedor, en realidad estaba llevando a cabo su segunda gran apuesta. Y le funcionó. Luego de unos años de ventas que no llegaban a ser para celebrar, sostenidas gracias a un oportuno sistema de entregas a domicilio que con gran ingenio diseñó, mucho antes de que las aplicaciones hicieran prescindible contratar repartidores, mucho antes, de hecho, de que cualquiera pudiera traer un celular, por fin el cine abrió sus puertas en la pared al final del pasillo. Y el local de Ricardo, y en teoría el local de al lado, se vieron beneficiados del tránsito incesante de jóvenes que iban a ver las películas. En poco tiempo Tortas el Árabe se volvió una tradición no escrita entre los muchachos preparatorianos en edad de noviazgo y Ricardo empezó a contar las utilidades de un fin de semana en decenas de miles en lugar de sólo miles.
Por su parte, en el local de al lado, que había permanecido vacío por varias temporadas, fueron abiertos toda clase de negocios. Pero Ricardo sumaba al orgullo de encargarse de su local, la creencia de haber conseguido que quebrara toda la competencia que ahí se había instalado. Salvo por una sala de recreativas que nació muerta porque ese mercado ya había sido desplazado por el de las consolas caseras, una tienda de zapatos y una de suvenires, estaba seguro de que a todos los otros negocios del ramo alimenticio los había vencido. Tal vez fuera así. Por eso esa mañana en que abrió a las ocho como siempre, a pesar de que la plaza abría al público a las diez pero así lo hacía porque ponía a dos empleados a hacer limpieza a fondo aunque ya la hubieran hecho la noche anterior, a preparar las salsas, a tallar los pisos con un cepillo, a sacar la carne del congelador, encender la parrilla, lavar mandiles y trapos, contar panes y fondos de efectivo, hacer inventarios, lo que hiciera falta para aprovechar la productividad del día y vio aquel letrero en el local adjunto, sonrió para sus adentros.
El letrero, en letras amarillas sobre un fondo rojo sangre acompañado por ribetes dorados de estilo oriental, decía:
PRÓXIMA INAUGURACIÓN
COMIDA CHINA
EL DRAGÓN NEGRO
Era simple. Ricardo recordó que ya le habían puesto una comida china alguna vez, el Hong Fu o Kung Fu, no recordaba el nombre, sólo que no había tenido problemas para deshacerse de ellos. Algo de paciencia, trabajo duro, táctica y un poco de suerte, eran la clave del éxito. Así que siguió dando indicaciones, chasqueándole los dedos a sus empleados sin dejar de sonreír.
Días después, El Dragón Negro abrió. Y como Ricardo no era de los que desperdician el tiempo, se pasó por ahí en la tarde. Había pocos clientes, una pareja de jóvenes y un señor con apariencia de trabajar en algo relacionado a las computadoras. Los dependientes eran, como en la mayoría de los restaurantes de comida china en el mundo, chinos. Unas dos chicas gráciles como gacelas y sus adorables pómulos entre iluminadas sonrisas bajo ojos vivarachos que hablaban apenas español, más un joven metido en la cocina que parecía que sólo hablaba su idioma. Habían colocado una barra caliente de acero inoxidable al centro para que los clientes se sirvieran en platos planos y hondos que se veían baratos pintados con adornos orientales, dragones, bambúes y grecas descoloridas bordeando las circunferencias. Un buffet. Típico, pensó Ricardo. Había cuatro mesas a cada lado, al fondo, la caja registradora junto a los enfriadores de Coca-Cola y un gabinete para baño maría desde el que las muchachas servían las órdenes para llevar. Alguien había puesto sobre el alero de vidrio un plato pequeño cerrado, con un agujero deforme en la tapa como si se lo hubieran hecho con los dedos, en el que estaba escrito con pluma: “Graeias por su propeina”. Ricardo contuvo las ganas de carcajearse ahí mismo y depositó una moneda de cinco pesos cuando le entregaron su orden. Antes de irse, le echó un vistazo a la decoración. Era como la rara imitación de una cultura ajena. Unos cuadros pintados en “pergaminos” que mostraban letras chinas y a chinos con la cara cubierta con esos sombreros que parecen cazos al revés, navegando en ríos de algún paraje agreste, con montañas dibujadas encima. A lo largo de una de las paredes había un espejo rectangular con aves, ondulaciones eólicas y caracteres orientales sobrepuestos con esmalte. Algo muy Feng Shui. Sobre el mostrador yacía un buda tallado en madera corriente y en una esquina había otra deidad como de metro y medio de altura de yeso pintado que Ricardo no pudo identificar. Era la figura de un hombre también gordo que vestía una túnica verde jade, de barba larga negra, cabello largo recogido en una cebolla y piel rojiza. Ricardo pensó que sería Confucio. Luego se imaginó que así debían de lucir los restaurantes mexicanos en el extranjero, con fotos de Pedro Infante y cactus por todas partes.
Regresó a su local por el pasillo trasero para que sus clientes no vieran que llevaba comida de la competencia. Caminó por el lateral con la pintura desprendiéndose de las paredes, luces que parpadeaban cuando no estaban fundidas, piso de cemento crudo con segmentos improvisados impregnado siempre de grasa y otros residuos, al que acompañaba un olor a yogur pasado que no había limpieza capaz de borrar. A Ricardo nunca le había importado mucho, pero sabía lo diferentes que eran las partes de un comercio que permanecen visibles al público de las que no. En cierto modo, le daba tristeza. Las personas iban a comer y a vivir sus vidas en esos lugares diseñados para incomodarlos lo menos posible, se tomaban fotos, se besaban, pasaban grandes momentos, sin sospechar nunca que detrás de esos muros que los protegían de la fealdad ocurrían cosas de verdad importantes, cosas sin las cuales la ilusión no era posible. Lo esencial, reflexionó, es invisible a los ojos.
Avanzó contando las puertas metálicas con pintura de la que prometía un siglo de duración ya descarapelada en las partes llenas de óxido. La ruta era semicircular, lo que hacía que no se pudieran ver todas desde un mismo ángulo, y las puertas eran tantas, que Ricardo aún se enredaba a pesar de que algunas tenían pequeñas placas con los nombres amarillentos de los negocios que habían durado más. A la izquierda estaban las de los locales exteriores, había trece en total, a la derecha una puerta adicional del cine, luego, cuatro puertas más a la izquierda, después dos más a la derecha pertenecientes a una bodega y un cuarto séptico con tres más a la izquierda exactamente en frente y a la derecha otra más del cine, luego la suya y al final, la de los chinos, ambas también a la derecha.
Sin embargo, antes de meter la llave notó algo diferente en la entrada de los nuevos inquilinos. Habían colgado algo. Sobre la puerta, como a metro y medio del suelo, había un objeto rojo y negro que le provocó un sentimiento de incomodidad. Parecía una cara. Pensó que podían haber tenido el mismo problema que él para ubicarse pero que de tan listos debían ser tontos. La puerta de ellos era la última. También recordó que a él se le había ocurrido poner algún distintivo en la suya pero que nunca lo había hecho porque suponía que eso era como mostrar debilidad ante los empleados. Sin embargo, algo tenía ese objeto que lo atrajo. Se acercó, mirando a ambos lados sobre sus hombros. En efecto, se trataba del semblante de un dragón de ojos vacíos para que quien se lo pusiera sobre el rostro pudiera ver, con escamas rojas y facciones que se asemejaban más a las de un ser humano que a las de un animal, pelo negro de felpa en las cejas y una melena poco realista color verde, colmillos y cuernos desproporcionados completaban una expresión como la de un tigre de fiereza fingida y caótica. Una baratija de plástico, concluyó, como todas las que adornaban su local, otra porquería Made in China de las que ellos mismos venden, cuando multiplican sus negocios como conejos, arruinando a pequeños empresarios transoceánicos ahí a donde van. Pero cuando estuvo a punto de irse la puerta se abrió de golpe. Salió el chino joven de la cocina en mangas de camisa, cargando una enorme bolsa de basura en un movimiento tan brusco que Ricardo se asustó, con un reflejo espasmódico hacia la retaguardia. El chino le gritó algo en su jerga. Ricardo hizo un esfuerzo para dominarse y se le quedó viendo fijamente mientras el otro se alejaba cargando la bolsa sin dejar de gritar, haciendo aspavientos con la mano libre. Y Ricardo se quedó asintiendo en silencio, con un ligero movimiento de cabeza sin dejar de seguirlo con la vista en señal de desafío. No iba a dejar que lo intimidaran.
Cuando llegó a la parte de atrás, a su cubículo al margen de la cocina con una separación de tablaroca que hacía las veces de despacho, se sentó y puso la comida sobre el escritorio. Abrió los paquetes humeantes y probó los platillos usando un tenedor de plástico. Se había olvidado de preguntar si tenían palillos, que aunque no fueran de su agrado, pensó que representaban valiosa información del adversario. Pero no había nada fuera de lo común. Había pedido tres órdenes, dos de las eternas porciones ingentes de arroz más un par de guarniciones, lo que era de rigor, y una aparte de rollos primavera. Las guarniciones eran lo mismo que en todos los locales de comida china en todas partes, un guiso con verduras genéricas, brócoli, zanahoria, a veces jícama, cocidas con carne que podía ser de cerdo o de res y en ocasiones aparentaba ser de pollo, ahogado todo en salsa de soya y agridulce. Si eran muy originales, le agregaban rodajas de jalapeño. Nada más. Esa combinación casi idéntica conseguía tener una sazón mejor en unas partes que en otras, y para ser honesto, Ricardo notó que esta no estaba tan mal. Pero no importaba. La comida china siempre le había sabido a lo mismo: A comida china.
Así que, decidido a que su primera estrategia sería esperar, se quedó, sentado, olisqueando el rollito primavera ensartado entre los dientes del tenedor, dejando escuchar otra vez para sí su risa en silencio, imaginándose que en menos de treinta días El Dragón Negro cerraba sus puertas por falta de clientes y nunca más volvía a ver esa máscara tan horrible.
A los tres meses ya no reía. Las ventas de Tortas el Árabe habían mermado casi a la mitad y El Dragón Negro estaba cada vez más abarrotado. Ricardo se había visto en la necesidad de despedir a tres empleados sin indemnización, lo que quería decir que los que se quedaban debían suplir ese trabajo sin pago extra. Y no es que no hubiera corrido a otros sin indemnización antes, pero era la primera vez que cuando les decía que no podía pagarles porque las cosas no estaban bien no era del todo mentira. Tenía problemas de dinero. Su esposa había insistido en comprarse una camioneta del año toda equipada y en pagar por adelantado un viaje a Las Vegas y otro a Ibiza por medio de una agencia. Además, estaban las colegiaturas en el Tec de sus dos hijos. Antes sólo pagaba una pero el menor ya había terminado la prepa y tenía que afrontar el gasto. Llegó a sugerirle al mayor que se cambiara a la Uni y al menor que se olvidara de pisar una universidad privada, pero más le valdría no haberlo hecho. La fiereza de su esposa puso fin a ese mínimo plan de ahorro y sus hijos tampoco ayudaron. Que qué iban a decir sus amigos, que si eran unos pobres muertos de hambre, le cuestionaban, al borde del colapso nervioso. Ricardo pensó que trabajaba también para complacer la opinión de las amistades de sus hijos. Increíble. Pero fue la primera vez en años que la cara que se mostró a sí mismo en el espejo era la misma que le mostraba siempre a sus trabajadores, la del rechinar de dientes.
Tenía que hacer algo, se dijo, y pronto. Si aquella bajada en sus finanzas se convertía en tendencia y no llegaba siquiera a estancarse, no quería ni pensar en lo que podía ocurrir. Era hora de pasar de la táctica pasiva a una más activa. Ya lo había hecho antes. No podía fallar.
Esa tarde le llamó a su esposa diciéndole que no lo esperara porque se iba a quedar hasta la noche atendiendo el negocio. Fue hasta su escritorio y se sentó para leer el periódico durante unas horas. Salió y le dijo a su empleado de más confianza que se encargara de cerrar y pidió que no lo molestaran. Se aseguró de escuchar cómo bajaban la cortina de acero y echaban el pasador en la puerta de atrás. Se paró y caminó por la penumbra del local, percibiendo el silencio sólo quebrantado por el zumbido de los enfriadores, oliendo la fragancia a vainilla neutra y cilantro seco de un restaurante vacío y desinfectado. Ya no había nadie. Regresó hasta su despacho y marcó al servicio de despertador Telmex para pedir que llamaran a las once en punto. Se recargó en su silla y se quedó dormido.
Cinco minutos antes de las once se despertó aspirando fuerte como si le faltara el aire. Estaba inundado de sudor. Había tenido un sueño muy desagradable, soñó que se veía a sí mismo dormido sobre la silla junto al escritorio. Él estaba contemplándose como si estuviera parado a un lado, en otra parte de la habitación. Y frente a él, flotando en el aire de la semioscuridad como a metro y medio del suelo sobre el escritorio con el periódico extendido, había algo, algo que lo observaba sin descanso, una cara como la de un animal o una persona. Envuelto entre las sombras, ese algo, como si se hubiera vuelto consciente de que él estaba viéndolo desde otra perspectiva, de pronto se giró para enfrentarse a su otro yo del sueño. Era la máscara del dragón, pero esta vez no tenía los ojos huecos, no, estaban llenos de un resplandor que, Ricardo no se podía explicar, era como una luz abismal y enfermiza que tuviera muchísimo tiempo encendida. Era un fuego tétrico, eterno, brillando como el magma, que le hizo rememorar algunas imágenes de la superficie del sol que vio en la tele alguna vez, pero como si, de alguna manera, y pensó en dios en ese momento, aquella lumbre estuviera viva, y fuera capaz de penetrar en su mente haciéndole sentir que podía hervir sus pensamientos hasta consumirlos.
Cuando despertó se sintió confundido, sentía un dolor punzante y palpitante en su cabeza y los globos oculares como si le fueran a estallar. El repentino timbre del teléfono sonó y se sobresaltó, descolgó la bocina y le dio las gracias con voz afónica a la persona anónima del otro lado. Tenía que calmarse, tal vez tomarse un Dolac, algo fuerte que le sosegara los nervios. Fue hasta el botiquín de emergencias junto a la caja registradora metiendo las manos por delante para no tropezar y se maldijo a sí mismo por no haber reemplazado los medicamentos cuando fue necesario. No importaba. Una coca sería suficiente. Extrajo una lata del enfriador y se la tomó con calma. Tenía que seguir adelante.
Recordó que la primera vez que había llevado a cabo sus tácticas directas, como él las llamaba, fue contra unas tostadas tipo la Siberia. Tampoco estaban mal, pero igual que le ocurría con la comida china, Ricardo no tenía la capacidad de diferenciarlas de otras marcas de lo mismo. De eso hacía unos años. Se las había arreglado para hacerse amigo de Marín, el supervisor de limpieza tuerto del turno de la noche. Pensaba que los administradores y el personal de oficinas podían cambiar como cambia uno de calcetines, pero los jefes de limpieza eran como dictadores que difícilmente se van, por lo que sabían más que todos sobre todo lo que pasaba y, a su manera, tenían más poder. No le fue difícil. Lo saludaba, hacía algunas bromas, le sacó una plática estratégicamente planteada sobre los buenos tiempos de Nuevo León de cuando gobernaba Martínez Domínguez, y luego fue cosa de decirle que si lo acompañaba por unas cervezas. Fueron a un bar de la plaza cruzando la avenida donde había restaurantes con permiso de venta de alcohol. Ricardo casi nunca tomaba, pero descubrió que Marín sí. Cuando lo tenía por demás intoxicado tras la cuarta cubeta, en el fragor de la borrachera, después de jurarse amistad vitalicia y decirse cuánto aprecio mutuo se tenían, lo convenció de que le prestara su juego de llaves. Le dijo que había perdido sus copias por culpa de un empleado descuidado y no quería pagar la multa del administrador, se lo dijo, eso sí, usando palabras altisonantes para causar mayor impacto. Marín lo miró con su ojo negro como una canica humectada y acto seguido soltó una risotada, diciéndole que claro, lo que él pidiera, llamándolo compadre, sacándose el llavero de la bolsa del pantalón de mezclilla para depositarlo en la mesa frente a Ricardo.
Así consiguió hacerse con las llaves de todos los locales, porque no sabía cuándo las fuera a necesitar. Lo que sí sabía era que el dueño de la plaza era más tacaño que él, lo cual casi siempre era una desgracia, en especial cuando pretendía subir las rentas y cobrar multas hasta por respirar, pero también podía ser una suerte, como cuando había decidido instalar cámaras de seguridad falsas. Se lo había dicho el mismo Marín. También tenía bien medidas las frecuencias de rondines de Zenaido, el guardia de la noche, que se pasaba el ochenta por ciento de la jornada dormido en el sótano. Lo mismo para el limpiador de las trampas de grasa porque cada locatario contaba con una copia de su programación de actividades. Había calculado todos los riesgos y, en suma, tenía experiencia. Como él mismo no dejaba de repetirse, no podía fallar.
Regresó a su despacho más animado por el efecto del azúcar y recordó prender la luz. Tenía un tubo de bolsas de plástico guardadas en el cajón del escritorio, lo sacó y despegó una. La sacudió y le sopló para abrirla. Estaba listo. Comenzó a desabrocharse el cinto y se bajó los pantalones para ponerse en cuclillas, con una mano sosteniendo la bolsa y con la otra abrazándose las piernas. Cuando concluyó, abrió las gavetas de un archivero pequeño de metal donde guardaba contratos y recibos para el contador. Detrás de las carpetas había un bote de pet que puso sobre el escritorio, introdujo la bolsa sin cerrarla y enroscó la tapa. Abrió otro cajón y tomó un encendedor Zippo que se metió en la bolsa de la camisa.
Se dirigió hasta el pasillo portando su arma secreta en la mano envuelta con un trapo nuevo, dejando el brazo al costado para despistar. Vio la máscara del dragón pendiendo de la puerta de sus enemigos y por un momento dudó, sintiendo una fuerte presencia, como si la máscara pudiera verlo, experimentando difusos recuerdos del dolor que hasta hacía unos minutos le prensaba el cráneo. Hizo un esfuerzo por no pensar y se dispuso a buscar la llave. La oscuridad no era total porque había unas tuberías de gas que salían a la calle por unos hoyos en la pared por cuyos resquicios se filtraba la luz, pero aun así, era muy difícil ver, y él nunca había querido arriesgarse a llevar una linterna. Encontró la que creía que era la correcta y cuando quiso introducirla se llevó una sorpresa. Estaba abierto. Esos chinos, como había dicho, de tan listos eran tontos.
El interior era el vientre de una ballena por su olor y porque la luz había huido a lugares más placenteros. Alcanzó el Zippo y lo encendió encima de su cabeza. No supo si los chinos eran más tontos que sucios, pero eran las dos cosas. El efluvio le trajo recuerdos de la vez que saboteó el Hong Fu o Kung Fu, como fuera que se llamara. Por lo que no era algo del todo novedoso. El mismo descuido, el mismo tipo de suciedad. Bolsas de basura abiertas en un bote reventado, pedazos de carne de alguna clase irreconocible por el suelo, barras de preparación y planchas con cáscaras de cebolla y restos de vegetales embadurnados de manteca rancia, plastas de salsa de soya secas por todo el caucho antiderrapante y cucarachas minúsculas que huían frente a sus zapatos de la aureola que emanaba del encendedor. Pero había algo más, algo que no había percibido las veces anteriores. Un olor distinto, casi hiriente, como a amoníaco puro, como si cientos de peces muertos llevaran ahí semanas en estado de descomposición. Y a pesar de la tortura olfativa no pudo evitar por primera vez en más de dos meses volver a reírse a solas, pensando en lo irónico que resultaba tener que hacer aquello en un negocio de comidas que ya olía y se veía así, y que, además, quizá lo que él llevaba en la mano fuera lo menos repugnante de aquel sitio.
Hizo casi lo mismo que en las ocasiones anteriores, luego de subirse la camisa hasta el puente de la nariz, encontró el congelador. Lo destapó y la luz que surgía del aparato iluminó la mitad de su rostro contemplando los cortes misteriosos que no eran ni de res ni de cerdo pero tenían la textura del pollo. Volvió a reírse para sí cuando se dijo que lo peor que podría pasar era que la tapa se cerrara de golpe y aquella carne empezara a ladrar. Buscó el fregadero y tomó la manguera lavaloza echando agua en el bote de pet en cuyo interior estaba la bolsa abierta para diluir su contenido. Luego regresó al congelador y, como si estuviera marinándola, roció aquel ingrediente, metiendo las manos para darle vueltas, una porción a la vez, asegurándose de que se impregnara en los intersticios del tejido muerto. Ni el coronel Sanders pudo haber superado esta receta secreta, se dijo en la mente, y volvió a reírse en silencio.
Después de la primera operación para capturar la bandera enemiga, como le había llamado, hacían falta unos días para notar los resultados. Eran garantizados pero no instantáneos. Luego era necesario repetir el procedimiento hasta obtener el efecto deseado. Una, dos, tres, cinco, diez veces, las que hiciera falta.
Y así lo hizo.
Tres meses volvieron a pasar y cualquiera que hubiera visitado Tortas el Árabe en ese plazo habría podido notar dos cosas. La primera era que algo debía tener la comida china de al lado para atraer a tal multitud, vaya, por expresarlo de alguna manera, porque multitud es decir poco, en realidad había fila para esperar una mesa. La segunda, que el dueño de Tortas el Árabe se apalancaba como una gárgola sobre la caja registradora, con una cara de perro rabioso que si no era suficiente motivo para ahuyentar a los clientes, con ver lo desierto que estaba el lugar bastaba.
A Ricardo no le gustaba decir aquella frase sobre los tiempos desesperados y las medidas desesperadas porque a él no le gustaba sentirse así, desesperado. Pero estaba más que desesperado. Había tenido que despedir a todos los empleados excepto a uno, por lo que Ricardo, él y sólo él, tenía que hacerse cargo por su cuenta del turno de la tarde. Y al empleado que quedaba ya estaba empezando a pagarle de lo que tenía en el banco, es decir de su propio capital. El asunto era una maldición, una situación insostenible. Y nada de lo que había hecho sirvió para contrarrestarlo. De no ser porque siempre ponía al estudiante que aún conservaba en la nómina a sacudirlo todo, el teléfono habría acumulado una capa fina de polvo. Así de constantes eran los pedidos a domicilio que tenían. Cero. Ninguno. Y los chinos ya habían comprado tres motos. Si no hacía algo pronto, si no iba más lejos, si no se atrevía a luchar con más coraje por lo que era suyo y a hacer lo que se tuviera que hacer, no quería ni pensar en lo que podía pasar.
Sí. Tenía que hacer más. Ya lo había pensado. Iría a la ferretería y pediría veneno para ratas porque eso era lo que tenía, una infestación de ratas enormes que le estaban robando a sus clientes.
Y así lo hizo.
Y repitió la operación con el nuevo ingrediente más fuerte que el queso gouda, más fuerte que el caviar, más fuerte que nada que nadie haya consumido nunca.
Dos semanas después el estudiante que tenía por único empleado le pidió permiso para llegar tarde a causa de una tarea, un trabajo en equipo, o algo, Ricardo no lo había querido ni escuchar y lo despidió en medio un ataque de ira. Se quedaría solo, él solo abriría, limpiaría, contaría lo que hiciera falta contar y atendería a los clientes. No necesitaba a nadie, excepto, claro, los clientes. Porque en esos quince días los únicos que se habían presentado fueron un par de muchachos que cancelaron su orden viendo cómo el mismo que les cobraba era el que preparaba las tortas y barría y ordenaba el lugar y lavaba los platos, todo muy antihigiénico, y prefirieron irse a la comida china, que ya tenía una plantilla ampliada, con cristales relucientes, con los platillos que brillaban humeantes para el deleite de la vista y el paladar, que ya había conseguido permiso del administrador para poner mesas afuera, en los pasillos, cuando eso siempre había estado estrictamente penado en aquella plaza desgraciada, y ya el lugar parecía la bolsa de valores de las películas con gente gritando y amontonándose en torno a la barra de esos chinos, los pinches chinos. Y sus hijos, Ricardo no podía creer que se comportaran así, lo maldijeron hasta ponerse morados por falta de aire cuando no le quedó más remedio que matricularlos en una escuela pública. Y su esposa, se había arrancado los cabellos cuando le dijo que tenían que cancelar los viajes, que debían devolver la camioneta, gritándole que la agencia no hacía reembolsos y que la camioneta era suya y que nadie se la podía quitar. Sí, sus hijos eran unos hijos de la chingada malagradecidos y su esposa una perra infeliz puta del diablo, unos cabrones, todos, cabrones igual que los chinos.
Que se las arreglaran, que sus hijos se pusieran a trabajar para que supieran lo que costaba la vida, y su esposa que se fuera a ver a dónde. Él todavía tenía su magra pensión con la que podía rentarse un cuarto y vivir solo entre su propio rencor cuando perdieran la casa, pensó, el día que supo que tenía que cerrar porque ya no iba a poder pagar ni la renta, ni siquiera una parte, nada. Era sistemáticamente ignorado por todos los que pasaban frente a él. Ya nadie se detenía ni a leer el menú en la pizarra, como si no estuviera, como si no existiera, como si su negocio fuera invisible. Y se iría, sí, pero no solo, se dijo. Caería, sí, pero no caería solo. Y esa tarde ni siquiera fue necesario hablarle a su esposa.
Dieron las once. Él había tenido que cerrar a las diez la cortina de acero y habría recogido pero el sitio estaba tan limpio como una cámara sellada al vacío, aun así pensó si levantar las sillas, si barrer la ausencia del polvo o hacer algo para vivir aquella última hora pero decidió que no. Que se jodieran. Aventó la escoba contra el piso de la cocina y la escuchó rebotar y esperó sin poder hacer otra cosa más que ver a la pared interrumpiéndose cada tanto para comprobar la hora. A las once en punto se puso de pie, apagó la luz. Y salió por la puerta de atrás.
Se fue entre la penumbra de la ruta semicircular. Ahí estaban las puertas, las contó. La de los chinos, la suya y la del cine, todas a la izquierda, exactamente enfrente tres, dos a la izquierda pertenecientes a la bodega y un cuarto séptico, cuatro más a la derecha, luego, una puerta adicional del cine a la izquierda. Trece en total. Trece que volvió a contar cuando sacó el bidón de gasolina de la cajuela bajo el resplandor gris de la luna nueva e hizo el camino de regreso. La puerta adicional del cine a la derecha, cuatro puertas más a la izquierda, dos más a la derecha de la bodega y el cuarto séptico con tres más a la izquierda en frente y a la derecha otra más del cine. Luego la de los chinos. Ahí estaba, ya le era familiar, la máscara del dragón colgada a metro y medio sobre el suelo. Otra vez abierta, porque esos chinos eran demasiado confiados para ser tan insidiosos. Como una plaga inextinguible entre la oscuridad que era total. Metió las manos como pudo con el bidón en una y el encendedor en la otra para no tropezarse. Fue hasta la parte de adelante, donde estaban sillas y mesas. Empezó a esparcir el contenido de su último ingrediente para su platillo estelar sobre el mobiliario, chinos a las brasas, pensó, pero no le hizo gracia, cuando percibió algo moverse encima de su hombro, de pronto se sintió observado y la cabeza le empezó a doler con un ardor interno que le hizo perder la orientación. Había alguien más, con él, en la negrura, tal vez uno de los chinos se había quedado en el lugar porque sospechaban lo que estaba haciendo e iban a llamar a la policía, otra vez algo se movió, pudo escuchar un ruido húmedo esparciéndose, de un líquido derramándose, el bidón se le había resbalado de las manos, podían haberlo estado grabando con cámaras de visión nocturna, tenía que irse, pero no sabía dónde estaba, no le quedó otra opción que alzar el encendedor sobre su cabeza y prenderlo. Ahí, frente a su cara, otra cara, ni humana ni animal, otra cosa, y una palabra murió en sus labios y un pensamiento se evaporó de su mente. La palabra pudo haber sido cabrones, el pensamiento, que tendría que habérsele ocurrido abrir más sucursales cuando tuvo la oportunidad. Lo último que vio fue un fogonazo, un resplandor de las llamas que lo devoraron y lo calcinaron así como lo devorarán y lo calcinarán todo hasta el fin de los tiempos. Los gusanos pirománticos en el oxígeno del aire se alimentaron con sus ojos que ya no pudieron ver nunca más.
Sólo recuperaron sus huesos renegridos. Ahora su calavera ríe para sí misma en el ataúd barato que le compraron para toda la eternidad, y el polvo atómico de sus huesos reirá, cuando las estrellas se hayan borrado del firmamento. Su esposa e hijos poco lo lloraron. Con el dinero del seguro de vida ellos pudieron regresar al Tec y la esposa terminó de pagar la camioneta y pudo aprovechar los viajes cuyo pago la agencia se había negado a regresar pues no hacían devoluciones. En Las Vegas conoció a un mecánico mulato cuya herramienta nadie habría podido recetarle pero terminó curándola de su problema de ludopatía porque no visitó ni una sola vez los casinos, de hecho, tampoco salió de la habitación del hotel. En Ibiza conoció a otro, un latin lover de pelo rizado hasta los hombros y cuerpo de gimnasio que podría haber sido compañero de sus hijos. En vida, Ricardo nunca vio nada que le indicara que su esposa pudiera haber albergado tales facetas, porque lo esencial es invisible a los ojos.
Si cualquiera hubiera visitado Plaza Acadia a los pocos días del incidente habría notado el espacio pigmentado por una capa de hollín detrás de la cortina metálica. Le gente recordaba que ahí había habido algo, a lo mejor un puesto de comida, vendían tacos, nadie lo sabía bien. De seguro, se decían unos novios abrazando a sus novias, rodeándoles el cuello mientras caminaban al salir del cine con vasos de refresco en las manos y los popotes en los labios, dispuestos a cenar comida china, había quebrado, aunque han dicho que se incendió, de seguro, ya no tenían dinero para reconstruirlo, por suerte la plaza no escatima en gastos de seguridad y tienen detectores de humo en los pasillos. ¿Ya viste? Pusieron un letrero, el Dragón Negro va a expandirse, ya rentaron el otro local. Qué bien.
En la actualidad, el Dragón Negro está abriendo sucursales a una velocidad endemoniada, su comida china es la mejor de todas y dicen que sus dueños son grandes personas, emprendedores que han conseguido el éxito a base de paciencia, trabajo duro y buenas tácticas. Tienen una historia que todo el mundo se jacta de conocer y jóvenes que ya no son tan jóvenes se acuerdan de cuando llevaban a sus parejas que ahora son padres y madres de sus hijos a la que todos juran fue la primera sucursal en varios centros comerciales distintos. Grandes momentos. Ya están por arrancar en todas las plataformas de alimentos a domicilio, Uber Eats, Didi Food, Rappi, Sin Delantal, esos chinos son imparables. Si aún no lo has encontrado en el centro comercial más cercano a tu casa, espera un poco, seguro que tarde o temprano tus ojos verán un letrero desplegado en una cortina metálica cerrada de algún local cualquiera, anunciando su próxima inauguración.
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