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Más que la suma de sus partes - Parte V

El enigma de la Esfinge


El rugir de los leones, el aullar de los lobos, la cólera del mar huracanado y la espada destructiva, son trozos de eternidad demasiado grandes para el ojo del hombre

- William Blake


Aparece, aparece, cualquiera que sea tu forma y tu nombre, ¡Oh, Toro de la Montaña, Serpiente de las Cien Cabezas, León de la Llama ardiente! ¡Oh Dios, Bestia, Misterio! ¡Ven!

- Eurípides


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En diversas mitologías como la grecolatina y la escandinava, los monstruos están emparentados con los dioses y cumplen funciones importantes tanto en el principio como en el fin del mundo. Los monstruos son una fuerza tanto cosmogónica como escatológica. Más tarde muchos de esos dioses serían los demonios, seres de cualidades monstruosas, para el cristianismo. Y es que el impacto de lo monstruoso desde su forma y nombre se encuentra en permanente transformación, pero el fondo de su función en las sociedades permanece.


Porque la arquitectura del rompecabezas monstruoso no se agota nunca, a pesar de sus demenciales combinaciones la historia es una plaga de estas criaturas fascinantes, todas portadoras portentosas de símbolos etéreos y terrenales que hay que descubrir, desentrañar y decodificar para el uso incesante del peregrinar de nuestras vidas. Su síntesis, la necesidad de transmitir a cada generación sus historias, se reflejan en la naturaleza de lo fantástico. Los monstruos siguen vivos y lo harán en cualquier época no sólo porque responden a arquetipos mitológicos inscritos en la esencia humana, sino porque nos fascinan, nos producen placer y felicidad con su sola existencia y presentación. El gran simbolismo que representan, partiendo de los significados particulares de cada uno en su clasificación, es el de la incógnita definitiva que incita a los seres humanos a vivir la gran aventura de nuestra razón de ser. Los monstruos son un señalamiento capaz de recordarnos que siempre habrá algo por descubrir, suscritos a nuestros genes como la inclinación natural de cada niño hacia el aprendizaje, la curiosidad y el desafío a lo desconocido. Son esa línea fuera de nuestro alcance, lista para tentarnos con la dulce recompensa de lo descubierto y lo conquistado. En las regiones ignoradas de los mapas de antaño los cartógrafos imaginaban monstruos, hoy la ciencia ficción los invoca en los abismos interestelares. Los monstruos son, en palabras del Capitán Kirk, “la última frontera”.



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Es monstruoso lo que combina a lo humano con algo más o lo que representa un peligro para nosotros, como una enfermedad súper resistente con la morbilidad de un virus devastador y el índice de contagio del resfriado común. Si una enfermedad con características al menos similares se desatara, lo normal sería que un sector de la población enunciara las desaforadas, e irónicamente usuales, teorías conspirativas, en este caso sobre sus orígenes. Todo es un mecanismo de comprensión ante lo inusual, porque lo regular es que lo monstruoso no haga su aparición en el escenario de la vida humana salvo raras excepciones. De ahí que la máxima de Lovecraft para desarrollar historias de terror resulte brillante y de aplicación universal: Todo debe ser normal, salvo por una cosa, lo monstruoso.


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El mito tiene una naturaleza dual. Es cíclico y singular a un tiempo. Esta aparente contradicción se debe a que la colectividad, cada vez que renueva su identidad en el paso de una generación a otra, pareciera bañarse en las aguas del Leteo y olvidar su historia y con su historia a los monstruos del pasado. Hecho sólo posible porque no todas las personas son especialistas en el tema, por una parte, y porque es necesario para el advenimiento del deseo humano, motor e impulso de la vida individual, que ignoremos el tradicional final de todas las historias. A lo que asistimos al menos como especie es a una obra de teatro representada una y otra vez, de ahí que Schopenhauer explicara al mundo como voluntad, representación y voluntad de representación. Pero los cuentos de hadas, los monstruos y los héroes, cruciales en la formación moral del infante, pierden su poder inflamatorio en la imaginación, o carencia de imaginación, de las etapas adultas.

A primera vista parece lo contrario, pero analizamos el juego de los niños en comparación con los deportes del universo adulto. En los juegos infantiles en que los niños adquieren una identidad distinta de la suya las reglas no están escritas, los límites los impone sólo la capacidad para argumentar que tienen los participantes en relación a los acontecimientos que las circunstancias imaginadas por el ámbito infantil ofrecen. En el otro caso, el de los adultos, ni siquiera si hablamos de un grupo de profesionistas jugando a Calabozos y Dragones podemos decir tal cosa. Las reglas (léase aquí leyes, moral, ética) pertenecen al círculo de la vida madura. Y son esas mismas reglas las que al niño se le enseñan a través de los mitos. Nos dice Freud sobre la cigüeña: “Las verdades contenidas en las doctrinas religiosas aparecen tan deformadas y tan sistemáticamente disfrazadas que la inmensa mayoría de los hombres no pueden reconocerlas como tales. Es lo mismo que cuando contamos a los niños que la cigüeña trae a los recién nacidos. También les decimos la verdad, disimulándola con un ropaje simbólico, pues sabemos lo que aquella gran ave significa. Pero el niño no lo sabe; se da cuenta únicamente de que se le oculta algo, se considera engañado, y ya sabemos que de esta temprana impresión nace, en muchos casos, una general desconfianza contra los mayores y una oposición hostil a ellos. Hemos llegado a la convicción de que es mejor prescindir de estas veladuras simbólicas de la verdad y no negar al niño el conocimiento de las circunstancias reales, en una medida proporcional a su nivel intelectual.” ¿Entonces, qué pasa aquí? ¿Tiene necesidad el adulto de mentirse a sí mismo al representarse farsas constantes? Salvo personas con determinados padecimientos mentales muy específicos, esto no es así. En un pasaje de Cien años de soledad el público enfurece al descubrir que ha sido engañado cuando un actor que se había caracterizado como un personaje muere en la trama de una película para luego volver a aparecer, como un personaje distinto, en la de otra subsecuente. Pero en nuestras sociedades modernas esto no es así, porque el mito: 1 - Lo veamos como un criterio ineficaz para describir el mundo repleto de responsabilidades de los adultos promedio, 2 - O es que se han transformado y hay una correspondencia entre los constructos adulto-niño y gobierno-población. No sería inusual pensar lo segundo, la historia nos permite citar ejemplos: El shamán/rey/faraón en comunión permanente con los dioses, tiene por esta gracia el privilegio divino de gobernar. Y ese poder, al menos estructuralmente, aún existe entre nosotros. Los nuevos mitos serían, no como se ha querido ver, los cómics y Star Wars, sino la democracia, los partidos políticos y las leyes electorales; los nuevos monstruos: La crisis, el desempleo, la "mafia del poder", etcétera. No obstante, a nivel individual son otros los fenómenos. Aun cuando se pudiera expresar que alguien se enfrenta con la medusa del alcoholismo, el dragón de la infidelidad en la pareja o el vampiro de las facturas, sabemos que se trata sólo de meras alegorías (unas no muy buenas). A nivel individual nadie cree en los monstruos (ni en le democracia, ya que estamos). El individuo y su subjetividad nos dan luz como una lámpara en la niebla sobre este asunto y nos dicen, en clave morse prendiendo y apagando esa lámpara, que no es el mundo entonces voluntad de representación como lo dijera Schopenhauer, porque nadie se cree ya las representaciones que vivimos ¿Qué es? ¿Por qué nos gusta ver películas de terror? Porque el origen de los monstruos está íntimamente ligado al de la tragedia, y la tragedia es de origen dionisíaco.



El monstruo es, en realidad, una versión sublimada de la tragedia, una destilación de las cualidades dionisíacas del género dramático clásico por excelencia, el trágico. Vemos lo que nos causa miedo, lo experimentamos y pagamos por experimentarlo, sencillamente porque nos provoca placer.

Los mitos, y con ellos, los monstruos, pueden convertirse sin inconveniente en deslumbrantes artículos de consumo, como lo evidencia el archiconocido videoclip de Thriller de Micheal Jackson. Los monstruos, otrora los anormales, se han vuelto tan normales que lo raro es no saber de ellos en las enceguecedoras pantallas del poder mediático.


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El vampiro, unión de hombre y animal hematófago, el evidente hombre-lobo, las brujas de variada estirpe que suman en su carne las siluetas de la decrepita vejez y toda la lozana fuerza de voluptuosidad que hay en la juventud, donde lo real y lo irreal se hacen uno, el monstruo como la unidad de los contrarios o diversos desde los zombies como muertos vivientes, los anfibios hombres pez lovecraftianos que provienen de la aerobia superficie y las marítimas profundidades, la gallardía dorada del grifo y la esfinge, la quimera y la mantícora en sus rojos avatares, monstruos ejemplares para toda la humanidad de todo lo animal que hay en lo humano, o dioses como Anubis, Ra, Horus, Seth y Thot y las incontables deidades de la India que incorporan animales antropomórficos, los dragones que imperan igual en occidente y en oriente con sus polifacéticos sentidos, y otros tan privativos como ficticios, el Portmanteau de Lewis Carroll y los alebrijes mexicanos, o los que se ha dicho que son reales, que lo fueron, protagonistas de bulos igual que el Mothman, el Hombre Pájaro, el Diablo de Jersey o el Chupacabras, y los que sí que existieron como el Hombre Elefante, los monstruos en suma han representado tantoel terror como la festividad en los corazones humanos desde el principio de esta pasarela de máscaras que es la historia. Y sin importar si representan la familiaridad para algunos y lo extraño para otros, sean los que sean los fragmentos conceptuales que los caracterizan, no cabe duda, que son mucho más que la suma de sus partes.


- Isidro Morales "El Juez"


Parte I - aquí.

Parte II - aquí.

Parte III- aquí.

Parte IV - aquí.

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