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Igual al corazón humano - Parte IV


Los cantos suben de volumen y tono. Ya no se trata de la voz rasposa y profunda que cuestionaba el género del cantante; quedó únicamente la poesía de una dulce soprano. Aquello, a primera instancia, envalentonó a nuestro caballero, pese a que su cuerpo asimilaba la melodía como si fuera absenta. (El hada verde.) Pone ambos pies en la duela y rodea la sala hasta encontrarse en el comedor. (Poco hombre, chorro de semen echado a perder.) La figura le da la espalda. ¿Qué combinación es ésa, de lo sublime femenino con la perfidia de la deformidad? La cabeza llega hasta el techo; una espalda recta, levantada con orgullo; las curvas que obligan al vestido a pegarse con la carne para demostrar una cintura bien marcada y unas nalgas soberbias. Un largo velo (burka, asno) oculta un cabello que, con toda seguridad, es negro y deslumbrante. No le puede ver las manos. Está cantando desolada, enjugándose interminables lágrimas. Un eco hipnótico obliga a Alejandro a tirar la pistola y caer de rodillas, anonadado ante la intrusa que le ha desarmado el alma. (¡Cógetela! Te urge. ¡Perfórale el culo!) Alejandro se une a su llanto, aunque el suyo no es de dolor, sino de un torcido éxtasis.


No, ella no enjugaba las lágrimas de un sufrimiento inexorable… mantiene algo entre sus manos, a la altura del rostro. Se gira con tranquilidad y encara a su descubridor. Lleva puesta una máscara amarilla, de donde se desprende la luminosidad que la engalana; una prenda sencilla fabricada de cera, sin más adornos que dos diminutos orificios para permitirle ver. Y es por ese secreto por el cual Alejandro termina por rendirse ante sus pies, en alabanza a una hermosura velada, inexistente. (Arráncale esa máscara y embárrale por toda la cara el labial color pucha que de seguro usa la muy puta). Lo que lleva en sus manos es el cuerpo hinchado de otro gato, con la expresión de espanto llevada hasta lo pesadillesco por su carencia de ojos. La mujer sonríe. Alejandro no puede verlo, pero lo sabe. El lamentoso canto se interrumpe y deja un silencio cargado de insana sensualidad, de promesas engañosas, de placeres intangibles. Ella se agacha. Aun así, el disminuido hombre le llega al pecho. (Chúpale las tetas). Se quedan un momento intercambiando miradas. Uno le promete amor eterno, la otra, la eternidad en su seno. Alejandro estira ambos brazos para sellar el pacto. Ella le pone al felino entre las manos, conforme el brillo de la careta disminuye su intensidad y su semblante se difumina hasta dejar sólo una fragancia de jazmín.


Despertó de ese trance semiconsciente y el éxtasis le cedió su lugar al asco, al más puro horror. (¿Cuál horror? Te encanta la podredumbre). Se quedó mirando el cascajo del animal, con los dedos tratando de contener el vómito en su boca. Los colmillos del gato y la lengua asomada entre ellos se burlaban de él. ¡Cómo se atrevía! El recuerdo reciente de la bella dama enmascarada le recorrió desde la tibia cabeza hasta el centro de su hombría. ¡Qué formas! ¡Qué voz tan melodiosa, tan embriagadora! Una dulzura velada por esa fulgurante prenda de cera. Arrancó los botones del pantalón de su fina pijama y sacó un miembro a punto de reventar por las venas repletas de sangre. Se jaló con furia, como si quisiera arrancarse el curveado pedazo de carne. Apuntó a los cuencos viscosos del gato. (Pinche enfermo). Y justo antes de descargar, algo asomó por los hoyos. (Gusanos, como los que te devoran las entrañas). Una gelatina blanca llenó ambos orificios. Eran los ojos, y un iris verde esmeralda se dibujó rápidamente, con unas pupilas rasgadas en medio que se fueron dilatando hasta fundirse con la noche.


Dos cosas no se podían negar acerca de los sentimientos que despertaba en el hijo del ministro la misteriosa aparición: todo en ella lo excitaba hasta la médula y la deseaba hasta la frontera de la locura, aunque supiera que era una quimera (¡chúpale el coño, reviéntale el culo!); pero también lo aterraba más allá de lo decible, le provocaba un miedo con matices de lubricidad. Varias madrugadas consecutivas despertó cubierto de sudor y con la garganta irritada por tanto gritar; era acosado por pesadillas olvidadas a excepción de la imagen de unos ojos centellantes y amarillos, invadidos de venas gruesas, así como la tonada de una infernal canción de cuna, contraste odioso con la tierna melodía de la alta entidad.


De igual forma, cada vez que lograba salir de esos purgatorios nocturnos, hallaba erupciones en la mayor parte de su cuerpo. Al arrancar las sábanas, las gordas chinches emprendían la huida. Entonces los pasos y la voz acababan con los restos de sopor, y Alejandro era presa de un frenesí que lo obligaba a masturbarse con furia hasta que el pene cubierto de ronchas le comenzaba a arder. (Degenerado. Espero que las chinches se devoren tu verga inútil). El jugo le quemaba desde el inicio de su paseo por el tronco y, al momento de la descarga, sentía como si la uretra se le fuera a desgarrar.


Una madrugada, su sueño se interrumpió súbitamente. El reloj despertador marcaba las tres. La presencia había concluido su rutina. (Te abandonaron). Pero él no se iba a resignar a no escucharla siquiera. Obseso, bajó hasta la sala con la mano en la entrepierna; se quedó un rato parado en el punto donde su etéreo amor detenía su caminar; no hizo nada, tan sólo se quedó mirando la duela donde esas piernas mágicas le hacían insinuaciones inexistentes. (Patético). Quiso salir a caminar para despejar la cabeza. Estaba conciente de que lo que hacía era una locura. (Estás loco). No le importó la hora, ni si podía pasarle algo; se sentía inmortal, como si Dios mismo debiera rendirle pleitesía. Podría ser así. Las calles se encontraban desiertas, pese a que a la distancia se oían los ladridos de los perros y algunos balbuceos de ebrios errantes. Después de caminar unas cuadras, se internó por un callejón sin salida, con el propósito de regresar cuando topara pared. No había ni un farol encendido a lo largo del callejón; las luces de las casas no prendían o no contaban con sensor (sí, seguro es eso), pero Alejandro creía ver al fondo los ladrillos de un muro.


Se tomó su tiempo para disfrutar del rocío, del frío que se iba intensificando a cada segundo; daba pasos cortos y elevaba la cara para escuchar el susurro del viento contra los techos de las casas. No obstante, lo que escuchó no fue el viento, sino el disimulado ruido de unos zapatos tras de él. ¿Sería ella? (Pobre, pobre iluso).


Giró con premura, con el miedo bien lejos de su vorágine de sentimientos. No era ella, claro. Una niña con zapatos de charol que casi brillaban en medio de una lobreguez disminuida por el efecto de un poste de luz (¿Por el poste? Ja, de verdad que estás todavía muy verde) que se levantaba justo a la entrada del callejón, mismo que comenzó a parpadear con esta nueva aparición. La pequeña no pasaba de los nueve años; llevaba un vestido a cuadros en dos tonos de rosa que le llegaba un poco arriba de las rodillas y calcetas blancas, largas. ¿Por qué la veía con tanta claridad? Tenía la piel morena y estaba sucia de la cara… la cara. No era mugre lo que le cubría la cara, eran manchas de la piel, como una rara especie de necrosis o moretones negros en una mejilla y alrededor de los ojos. (Vaya que eres ignorante. Seguro es lupus o algo peor). Los ojos diminutos y saltones parecían los de un sapo, y con las sombras recortadas de las casas daban la impresión de no estar a la misma altura. El cabello curiosamente sedoso y de un castaño oscuro le llegaba debajo de los hombros.



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