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Igual al corazón humano - Parte V


Ella lo miró implorante, con esa mirada de niño de la calle que, viciado, pretende sembrar lástima en la gente para ganarse una moneda que entregarles a sus padres; él le respondió con una ojeada de curiosidad, examinando su cuerpo, muy rápido y en repetidas ocasiones. (Es lo único que te falta). De pronto le pesan los párpados y ansía llegar a su hogar. Tal vez logre dormir un poco, tal vez la encuentre por algún milagro.


Dio un paso al frente, un poco temeroso a decir verdad, pues la muchacha le provocaba una honda desconfianza. Ella igual dio un paso hacia él. Entonces se decidió por avanzar lo más rápido posible y evadirla por un lado; si debía empujarla, que así fuera, se lo estaba buscando. (Eres un puto). Sin embargo, la pequeña fue quien se anticipó a todo y, cerrándole el paso, se aferró a su cintura. “Por favor, señor, ¿no tendrá una moneda que me regale? No puedo volver con las manos vacías, no quiero que papá me pegue”. Algo en su voz, o en su tono, o en las mismas palabras, le gritaba que no se enfrentaba con una chiquilla. Quizá era esa deformidad de los ojos y la piel lo que la avejentaba tanto.


El corazón de Alejandro se aceleró al recibir la súplica en sus tímpanos, pero no quería traicionar su naturaleza. Que los huevones de sus padres trabajaran y, si no podían mantener al fruto de su miserable calentura, que la botaran en un orfanato. Simple. (A ti cualquier cosa te parece simple; no sabes lo que es la necesidad, el hambre. Tú no sabes nada, animal). “Lo siento, dejé el cambio en casa”, dijo sin poder esconder el cinismo que agriaba su saliva. (Pero qué estúpida respuesta.) Mas no se atrevió a seguir avanzando. De hecho, quiso retroceder. La chiquilla se aferró con fuerza a la cintura y hundió la cara en el vientre de aquel hombre condenado. Esa asquerosa cara. Fue ahí cuando sucedió lo insólito: Alejandro sintió una sincera lástima por la niña que lo abrazaba y, sin ninguna otra motivación aparente, quiso ayudarla. (Es por miedo, putín, eres tan cobarde que hasta una nena enferma de ocho años te da cosquillas). En efecto, tenía unas cosquillas tremendas, pero no eran por miedo. Metió el puño en uno de sus bolsillos y le arrojó bruscamente una moneda de cinco pesos que la niña no alcanzó a agarrar y cayó al suelo. Él la miró un segundo con un dejo de ternura cuando ella se agachó a recoger el dinero. No se veía nada en el escote, ni siquiera unos diminutos montículos; como el pecho de un varón.


El monstruito le agradeció con una voz que sin duda sonaba como el provocativo silbido de una bailarina. Alejandro cayó de rodillas, embargado de piedad. Le recorrió con los dedos la frente, rodeó con delicadeza los ojos de reptil, la nariz boluda y se detuvo en unos labios húmedos, llenos de juramentos futuros, un futuro que nunca llegaría. No pudo contenerse más. Dejó que la muchacha le rodeara el cuello con los brazos y él la abrazó con fuerza. (Pinche mocosa precoz). Le sobó la espalda con ambas manos hasta que consideró oportuno bajar un poco más. Comenzó a jadear como un auténtico marrano. La llenó de besos en las manchas oscuras del rostro, le levantó el vestido con una urgencia que respondía a la erección dentro de sus pantalones. La escuincla se dejaba hacer sin decir una palabra o parpadear siquiera, con una mirada desbordante de tristeza. A veces un corto suspiro se escapaba de su boca, pero ningún gesto, hasta que, sin previo aviso, acercó sus labios al rostro de Alejandro. Intercambiaron tiernos y cortos besos en las mejillas, los pómulos, el cuello. Llegó el instante anhelado, y sus bocas se tocaron.


Las manos del libertino se pegaron a las nalgas de su pueril pareja; llevaba unos calzoncitos tan suaves, como de satín… no, no podía ser una niña. Sobó, juntó una nalga con la otra, apretó cada una por separado, introdujo los dedos en la raja. Los jadeos iban en aumento, casi se volvían incontrolables. Más besos cortos, ahora sólo en los labios; ella era muy joven aún para meter la lengua, pero él estaba dispuesto a mostrarle el camino del mejor de los placeres. Para eso vinimos a este mundo. (Puerco degenerado. Ya nada te falta, eres una mierda completa). Acarició con su lengua el interior de los labios de la deliciosa mujercita, sintió que ella apretó las quijadas. Con la punta de la lengua tocó los dientes cerrados, que al instante se dejaron abrir por la suave presión y ambas lenguas pudieron enredarse, con torpeza, aunque la sensación era tan delirante como con la más experimentada de las sensualistas.


La atrajo a él sin despegar las manos de esas nalgas en perfecto crecimiento y empezó a moverse, así hincado como estaba, de atrás para adelante, con unos gemidos que se acercaban a los gritos. Casi se sentía estallar y no pudo contener más el deseo de arrancar el botón de su pantalón, bajar el cierre y sacar un miembro hinchado, venoso, para recorrer con él la ropa interior satinada de su amante precoz, hasta que ella sostuvo entre sus muslos el garrote que la acosaba y continuaron sus movimientos. Primero, la presión en los testículos, avanzando por el tallo, y luego una verdadera erupción que se sintió como la punzada de un alfiler justo en el glande. Reposó su cabeza en el cabello de la muchacha. Olía a tierra, igual que su aliento. Sacó sus manos de la ropa interior de ella y las dejó pasear un momento por la espina dorsal hasta descansar en los hombros. Al llegar a este punto, el asco ya no se hizo esperar. Empujó lejos de sí a la chamaca con los ojos de sapo, la cual fue a caer al piso con los codos como único amortiguador, y ella, en lugar de soltar el llanto, explotó en una carcajada que delató la identidad de esa prostituta. La risa de una anciana, con el grito de seres indecibles haciéndole eco. Alejandro echó a correr por el empedrado, sin detenerse hasta llegar a su domicilio. Ese amanecer durmió profundamente por cuatro horas, sin sueños y sin pensar en el amor de la máscara de cera.


Al abrir los ojos, la historia fue muy diferente. Le dolía el cuerpo en su totalidad, sobre todo los testículos y la cabeza. No pasó ni un minuto cuando se acordó de sus sospechas acerca de la niña del callejón; esas manchas en la cara, esa deformidad que la hacía ver como un humanoide anfibio. ¿Y si estaba enferma? Él la había besado, tocado con su pene en las puertas de la sexualidad, sin protección alguna. ¿El lupus se podía contagiar así? (La sífilis sí, vulgar mono de circo. Analfabeta, ignorante). Se paró de la cama y fue al baño; el ardor en los testículos se intensificaba. Imágenes dispersas sobre su aventura nocturna le cruzaban por la mente sin darle un único respiro. El falo inhiesto y terco dificultó en gran medida el orinar. Espero dos minutos, dando vueltas, tratando de pensar en cualquier cosa que ayudara a relajarle el miembro, pero éste no cedía. Al momento de querer expulsar la orina, salió un líquido espeso, ácido. Le estaba escurriendo pus por la uretra. (No es pus, es semen). El semen no es tan espeso ni tiene ese toque amarillento, tampoco duele cuando sale. (Pero te encanta que te duela, maldito enfermo. Me das asco. ¿Por qué no dejas que te la mame y te saco la infección a punta de succionadas? Así ya no te apretarían tanto los cojones ni las sienes). Se tocó la frente. Tenía calentura.



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