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"Los últimos días de Anthibitas" - Por Cuervoscuro

CAPITULO 4 - Segunda Parte


En los pantanos que cubren las desembocaduras de los tributarios del Río Sagrado, crecen flores de perfume venenoso. Existe un tipo de abeja, carente de aguijón, inofensiva y huidiza, que hace una dulce miel con el polen de dichas flores. Ningún animal se atreve a robarla, pues quien se alimenta de ella, muere presa de una parálisis que empieza en los miembros y termina en el corazón. Dicen que en los tiempos de las primeras madres, esta miel era utilizada como medio para asesinar de forma piadosa a los hijos que hubieran cometido crímenes contra ellas.

Así era Hyetu, la bella y fragante, la verde, la fértil, la flor venenosa cuya miel envenena dulcemente el alma de quienes pisan sus tierras, néctar que alivia el hambre y da paz, pero a un precio altísimo.

Ahora los altos acantilados rocosos deben estar bajo el agua, y las olas saladas deben estar bañando sus prados verdes, alimentando los charcos cenagosos y salobres en los que parásitos marinos habitan, cubriendo de arena pálida los mosaicos coloridos de los pisos de los templos. Incluso lamiendo la sangre seca que cubre la piedra negra que se yergue silenciosa en la plaza central. Hace mucho que la joven Veh se convirtió en otra de las Grandes Matronas, quienes seguramente zarparon a otras tierras, llevando en el ánfora de sus recuerdos la almibarada ponzoña de la tierra que las nutrió. O tal vez ante la crecida de las aguas, sus cultos habitantes decidieron sacrificar a sus madres tal como sacrificaron a sus hijos, en un vano intento por pedirle a la piedra negra que los protegiera del mar invasor, sin conseguirlo, ¡porque para los dioses que moran más allá del tiempo, de la superficie del océano y de las estrellas; los dioses que duermen dentro de piedras son como las larvas miserables ante los ojos de los hombres!

Y a pesar de todo esto que vi y se, sigo extrañando aquellos días en que mi cuerpo conoció el reposo y el placer destinado solo a las reinas, porque ese es el verdadero veneno de Hyatu.


Escucha, pequeña corredora, escucha para que un día le cuentes a los hijos de las mujeres a fin de no caer en las trampas de la belleza y el placer.


Después de aquella noche, desperté al amanecer en una de las habitaciones del liceo de mármol en el que la Gran Matrona y Veh nos hospedaban, acostado en una gran zalea. La horrible visión del infanticidio ritual, de las lágrimas de la madre asesina, y el tañido del címbalo en medio de la multitud indolente, me pareció una pesadilla. Mis pies estaban lavados, por lo que no había evidencia de haber caminado en las calles de la isla la noche anterior. Me sentía físicamente descansado, pero en mi mente, la sensación de horror oculto permanecía.


Veh apareció acompañada de dos esclavas, quienes llevaban fruta y leche en bandejas de plata. Me ofrecieron el desayuno, pero antes de dar un bocado, cuestioné a Veh acerca de los eventos de la noche anterior, tratando de explicarme torpemente con el poco rhuano que sabía, haciendo énfasis en las palabras “piedra”, “niño”, “madre” y “muerte”. La respuesta que recibí fue una sonrisa condescendiente de su parte, y un beso tierno en la frente mientras su mano me acariciaba la mejilla, para después ofrecerme alimento. Después de compartir los duraznos y nísperos, me vistió con una nueva túnica, del color que usaban los alumnos a su cargo, y me llevó al jardín del edificio en el que ya estaban otros jóvenes escribiendo o leyendo tablillas de arcilla.

Veh se propuso enseñarme su idioma, del mismo modo que se mostró interesada en aprender el mio. Al principio traté de basarme en lo poco que había aprendido de rhuano, pero ella insistió en acercarnos a sus palabras a través de imágenes y señas.


¡Con cuánto deleite entregué mi mente y corazón a ser lingüista de nuevo! Había sido náufrago, remero, mercancía y por poco sacrificio humano en las semanas anteriores, volver a ser un estudioso de las palabras, en medio de jardines, tan gratamente acompañado, fue el modo en que Hyatu me sedujo. Reconozco que de pronto palabras como “noche”, “sangre” o “sacrificio” me causaban un escalofrío, pero conforme el día transcurrió, las imágenes de la noche anterior parecieron disiparse. Tan embebido estaba en mi aprendizaje y la compañía de Veh, que olvidé por completo averiguar el paradero mi compañero de viaje, el hombre bestia del norte. Después del mediodía, cuando nos disponíamos a comer, pregunté por él. Veh me llevó a un corral sombreado, cubierto de paja, en la que algunos carneros y liebres eran criados. Ahí estaba mi compañero de remo, acostado en la paja junto a un gran carnero, al cual le acariciaba la panza. No había tristeza en su mirada, solo paz. Si bien al principio me pareció que no era correcto que estuviera en un corral, su apariencia limpia y serena me reconfortó.


En los días siguientes, mi aprendizaje avanzó rápidamente: la rutina diaria consistía en el desayuno, las horas de estudio con mi tutora, la comida, la transcripción de tablillas, la cena y finalmente al caer la tarde, la oportunidad de caminar por la isla. Los primeros días me resistí a acercarme a la plaza, pero eventualmente vencí mi miedo y pude encontrarme con la piedra negra. No había rastros de sangre en el suelo o en su superficie, la gente que caminaba a su alrededor no parecía rendirle homenaje u ofrecerle algún tipo de reverencia. Bien podría haber sido solamente un indicativo del sitio donde se hubiera fundado la ciudad, y no el centro ritual.

Al cabo de una docena de días, ya dominaba el idioma lo suficiente para narrarle a la Gran Matrona y a otras historiadoras, las aventuras que me habían llevado hasta Hyatu. Me cuestionaron sobre el Río Sagrado, del cual tenían registros muy antiguos, y yo actualicé sus mapas, el calendario religioso, y otros datos relevantes, cosa que apreciaron mucho.


A pesar de tener acceso a todos los registros, no pude encontrar nada acerca del ritual que cada día me parecía más una remota pesadilla. Consideré cuestionar a mi instructora sobre el asunto, pero temí que ello sería un insulto para mis anfitriones y me contuve, convencido de que la verdad se rebelaría en su momento.


No tuve que esperar demasiado: cuando la luna nueva volvió a ocupar su sitio sobre la piedra negra, Veh volvió a sujetar mi mano con firmeza, y a llevarme a la plaza, donde el eco del címbalo llamaba a los isleños. Mi corazón tembló, pues sabía qué iba a presenciar. De nuevo, jóvenes madres llevando a sus bebés en brazos caminaban girando alrededor de la piedra, de nuevo los asistentes al ceremonial, vistiendo sus finos ropajes, miraban en silencio, a la espera del momento en que a modo de macabro juego, a una señal desconocida, una de ellas tendría que sacrificar a su bebé. Contuve la respiración, desvié la mirada y tomándome del mentón, Veh giró mi rostro para que fuera testigo de nuevo del ritual. Una vez más se cometió el infanticidio: el estrépito de la cabecita reventada hizo que se me doblaran las corvas y se me revolviera el estómago, llevando a mi garganta el sabor acre de fruta y leche agriadas en mis entrañas. Veh me sostuvo con fuerza y me guio de regreso.


En secreto, cantando en murmullos, me dijo que la prosperidad de Hyatu dependía de ofrecerle un sacrificio a la piedra negra cada luna nueva. La llegada de las lluvias, la fertilidad de los árboles, la paz misma con otros reinos, dependía del alimento que la piedra recibía. Era un pacto vergonzoso entre el alto espíritu intelectual de los hijos de las mujeres de Hyatu y las fuerzas terrenas, antiguas y barbáricas de las rocas que erguían a la isla sobre el mar, un pacto de silencio del que nadie podía opinar, ni hacer registros. Un ritual que se venía celebrando desde los días en que los reinos no existían, y desde que las primeras matriarcas habían desembarcado en la isla en los inicios del tiempo.


Todos los nacidos en la isla debían pasar por aquel ritual las primeras seis lunas nuevas de su vida. La piedra elegía quienes serían sus vestales, sus navegantes, sus habitantes por el resto de su vida, y quienes solo servían como alimento. Abrumado por la revelación, sentí en mi alma una imperiosa necesidad de correr a los acantilados, de echarme al mar, de morir en las aguas frías que servían de prisión para el hambre inmemorial de la piedra negra.

Pero yo también era prisionero: de una vida deliciosa, de la paz de sus jardines, del enorme conocimiento acumulado en las tablillas, y finalmente, sin poder negarlo, también de la hermosa Veh, quien esa noche me convirtió en hombre.


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