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"Los últimos días de Anthibitas" por Cuervoscuro

CAPÍTULO 6 - Tercera Parte


¿Cuántas cosas desean tu muerte en la tundra del norte y sus glaciares? No puedes imaginarte el miedo que hiela tanto como la escarcha que se te forma en las cejas y que cruje bajo tus pies cuando estás allá. Cada enorme mosquito es el avatar de fiebres tan mortales como las del trópico, el suelo bajo la capa de hojas muertas puede esconder un pozo de lodo esperando a tragarte. Sus vastos desfiladeros de roca moldeada por montañas de hielo guardan en sus fondos los huesos de innumerables exploradores que murieron al caer, y escondidos detrás de cada árbol y cada piedra, puede estar un lobo, un águila gigante no voladora, o un nómada esclavista; aunque en este momento, con su grupo reducido a la mitad de su tamaño inicial, nuestro grupo había dejado de ser una amenaza hacía tiempo, para convertirse en un pequeño tropel de cansados hijos de mujeres.


Al final del segundo día de jornada, se encendió la hoguera para proteger a los caballos que seguían vivos, pero tanto los nómadas como los marineros decidieron que sería más seguro dormir a unos metros del suelo, encaramados en las ramas de los pinos gigantes. Esa noche no dormí, no solo por el miedo a caer, sino al regreso de los pájaros depredadores o de que uno de mis compañeros de viaje decidiera cortarme el cuello, en venganza por las penurias que mi esclavo les había causado al escapar.


A la mañana siguiente continuamos ascendiendo por un sendero entre las montañas, cansado por la falta de sueño y hambriento por no haber ingerido nada desde el inicio del viaje; Mirka y su tripulación intercambian palabras cortas en un idioma parecido al rhuano pero que no tenía sentido para mi. Sospeché que eran alguna serie de palabras clave de las que solo ella y aquellos sabrían el verdadero significado.


Pasando el medio día, el Jefe de los nómadas ordenó dispersarse y buscar carroña, bayas o alguna presa pequeña para obtener sustento, ya que parte de las provisiones se habían perdido en el ataque de la primera noche. Estábamos a algunos metros de un desfiladero y más adelante se elevaba un muro de piedra casi vertical, hendido por un costado, paso a través del que los rastreadores indicaron que tendríamos que cruzar. Mirka me ordenó que me sentara y aprovechando que la guardia de los nómadas había bajado al dispersarse, me entregó una daga no más larga que mi mano y me ordenó que la ocultara bien en mi bota.


Al cabo de un largo rato, un tripulante de Anthinea llamó a voces a sus compañeros: había encontrado comida. Nos acercamos al muro de roca en donde la mujer había encontrado varios arbustos tupidos de moras de pantano. Cada uno de los muchos frutos estaba conformado por una docena de glóbulos dorados, henchidos de líquido dulce, y quienes se acercaron a ellos de inmediato los arrancaban para olerlos primero y echárselos a la boca después. Reconozco que me sentí impulsado por el hambre a acercarme, pero observado mejor, me di cuenta de que los nómadas se aproximaban con cautela: temía que fueran bayas venenosas, pero cuando uno de los exploradores llegó hasta el tupido grupo de arbustos, no lo hizo por fruta, sino para separar las ramas con su lanza: el arbusto se desprendió del suelo y el nómada gruñó, a lo que su compañeros alzaron sus armas y empezaron a agruparse. Uno de los marineros examinó de cerca el arbusto que el explorador había desprendido, y encontró que no tenía raíces: eran varias ramas llenas de fruta que habían sido atadas hábilmente con tendones entre ellas, y asidas del mismo modo a una roca.


Tarde entendimos que era una emboscada: Una docena de guerreros cubiertos de gruesas pieles embadurnadas con lodo y ramas, se alzaron como tigres de entre el alto pastizal que rodeaba los arbustos de bayas, algunos empezaron a arrojarnos pesadas piedras y otros a correr hacia nosotros, asustando a nuestras monturas. ¿Pero eran aquellos hombres bestia del norte o algún grupo rival de nómadas? ¡Quisiera poder decir que eran hijos de madres y no de las montañas mismas o alguna clase de simios! No tenían miedo ni de lanzas ni de alfanjes, y de sus peludos rostros solo eran apreciables sus ojos enrojecidos y sus afilados caninos expuestos en los babeantes hocicos. Las pieles que vestían estaban tan embarradas de lodo que parecían hechas de piedra, y el hedor de sangre, carne podrida y suciedad inundaba el aire acompañando a sus gritos. Sus brazos y piernas, desnudos y llenos de pelambre de un color indefinido estaban rematados en uñas largas, rotas y amarillas, pero endurecidas y filosas, como pudieron comprobarlo sus primeras víctimas, quienes habían caído primero en la trampa de una comida fácil. Parecía que su grueso pelo les daba cierta protección del filo de las hojas de metal de Anthibitas, y una vez que alcanzaban a sus portadores, la muerte llegaba pronto entre zarpazos y dentelladas. Algunos nómadas del norte habían acertado con sus lanzas, para luego replegarse dentro del círculo defensivo que sus compañeros estaban replegando. Algunas rocas acertaron en sus caras o torsos, reventándolos por la gran fuerza con que habían sido lanzadas. Aunque los atacantes eran menos que nosotros, resistencia, el ataque a distancia con piedras y la fuerza de su embate, pronto igualaron los números.


Mirka ordenó al Jefe de los nómadas que rompieran el círculo y atacaran de frente. Ella misma lideró a los suyos en un contra ataque desesperado, del que me ordenó me mantuviera alejado. Vi a los nativos de Anthibitas combatir con ferocidad desconocida, aullaban salvajemente, daban saltos y escaramuzas ágiles de tal modo que parecían bailar como serpientes entre una manada de toros. Los nómadas, animados por la danza de sablazos y chorros de sangre que se agitaban en el campo, se lanzaron al ataque sin miedo a la muerte. Las cañas de sus lanzas se partían a la mitad, cuando las puntas afiladas topaban con los espinazos o pelvis de los salvajes, y sus portadores continuaban defendiéndose enardecidos por el terror, con los pedazos de madera astillada que quedaban. Lejos de las ciudades lujosas de las emperatrices, de los salones de piedras semipreciosas de las matronas, sus hijas e hijos volvían a la más espantosa de las barbaries. Y en mi pecho, con el corazón galopando, algo dentro de mí demandaba que me uniera al combate, no por honor ni por salvar mi vida, sino para obtener mi parte del festín de sangre tibia, de ojos estallados por el canto de las rocas silbante, del desgarramiento carne cruda de animales que no eran como nosotros. El hambre de matar había opacado al hambre de alimento. Jadeé, traté de contenerme al llamado animal, pero mis piernas se lanzaron con el trote del jaguar, en un grito de guerra universal para hombres y bestias, alzando el cuchillo sobre mi cabeza. El combate se desarrollaba a varias decenas de pasos delante de mí, mientras los nuestros empezaban a empujar a los salvajes hacia el muro de piedra.


El tiempo pareció fluir lentamente, dando zancadas entre los cuerpos ya sin vida o moribundos que se extendían en el llano. Un puñado de salvajes ya estaba en franca retirada, y las lanzas de los nómadas restantes les dieron alcance por la espalda, sin piedad. La carrera se prolongó y yo corrí detrás de aquel menguado grupo de mujeres y hombres ansiosos por desquitar la furia, por vengar a sus caídos.


El último de aquellos monstruos ya estaba trepando por las piedras del muro de roca, cuando desde una parte más alta, una figura parecida, pero más erguida; le dejó caer una roca. Una última lanza falló el tiro innecesario sobre aquel, quien cayó pesadamente, terminando sus vida con un crujido de huesos y un chapoteo de lodo. Quedaban solo cuatro de los nómadas y siete de nosotros, todos mirando la figura de Shivan, que desde lo alto nos observaba. El Jefe pidió una lanza para dar cacería a mi amigo, pero yo me adelanté y sujeté la lanza por la caña, ordenándole que no lo hiciera.


Si, la presa por la que tantas hijas e hijos de mujeres habían muerto estaba ahí, para ser entregada a la diosa de la venganza, y yo exigí a un hombre más fuerte que yo, que desistiera de su ofrenda, sosteniendo con mi otra mano la daga. El Jefe de los tres nómadas que quedaban vio que Mirka y mis compañeros del barco aun sostenían sus armas, y estaban dispuestos a una escaramuza más y desistió.


Shivan estaba herido y cojeaba un poco. Los moretones y cicatrices en formación que se apreciaban en sus brazos, piernas y rostro me indicaron que también había tenido su parte de conflicto en los días siguientes. Extendió su mano hacia mi y aferré su antebrazo con fuerza, gesto de hermandad que él respondió de igual modo, por lo que noté que su pulso era tembloroso.


Shivan dijo en palabras sencillas y tristes: “mataron a mis hermanos”, señalando con la cabeza hacia donde yacía el cadáver del último salvaje.


Mirka ordenó que regresáramos. Pero sin bestias de carga, ni provisiones, y sin haber descansado apropiadamente, ¿cuántos podríamos volver al campamento de los nómadas, siendo que los pájaros carnívoros y los lobos seguirían acechando? La cacería de los hombres bestia del norte había resultado más costosa que todas las pieles del trato, y ahora que Shivan estaba bajo nuestra custodia, hasta el consuelo de la venganza les había sido arrebatado a los nómadas esclavistas y su líder.


(Continuará)


- Abraham Martínez “Cuervoscuro”


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