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H.P. Lovecraft y su “Corona Mundi”

A propósito de “En las montañas de la locura”

Ramón López Castro.


El demonio dijo que me llevaría a casa,

A la tierra pálida, sombría, que apenas recordaba

Como un lugar en las alturas, con escaleras y terrazas

Amurallado con balaustradas de mármol que los vientos peinaban…

Regreso a casa, H.P. Lovecraft.



Cuenta Michael Chabon que para publicar “In the Black Mill”, cuento de corte lovecraftiano, tuvo que idear un seudónimo –August Van Zorn- a fin de evitar el estigma de ser “escritor de gueto, de género”[i] no obstante que Howard Phillip Lovecraft ya está en el panteón de los dioses literarios de Estados Unidos de América; me refiero a que sus cuentos ya están en la colección “Library of America”, la cual es la consagración de todo escritor estadounidense: la confirmación de que su obra forma parte del canon de su patria. No está solo Lovecraft en ese cenotafio de narrativas notables: ahí se encuentras Ambrose Bierce y por supuesto Edgar Allan Poe, como otros representantes de los géneros de terror y fantástico.


¿Por qué persiste entonces este desdén, este fútil intento de marginalizar la obra de Lovecraft? No es por sus ideas racistas – Bierce bien podría ser censurado por lo mismo[ii]- ni por lo alambicado de su prosa, pletórica en adjetivos –¿acaso es más austera la de Poe? –; me asalta la idea de que la academia ve por encima del hombro al maestro de Providence porque, como en el caso de la excepcional Joyce Carol Oates, les resulta censurable que siga siendo tan exitoso: los escolásticos, de suyo desconfiados del best-seller, no perdonan el éxito; peor aún si es post-mortem.


Y sumemos a ello que Michel Houellebecq tiene razón: hay algo en Lovecraft que trasciende el fenómeno literario, una propiedad de su prosa se imbrica en la realidad y la transforma. Es el efecto “Tlön, Uqbar, Orbis Tertium” tan temido –tan anhelado- por Borges: la ficción toma por asalto la realidad y la suplanta. Lovecraft en este sentido es el más vivo de los escritores de género, acaso porque en vida el éxito y la fama le fueron escamoteados, en buena medida por su propia actitud patricia, incluso ridículamente esnob, ante la posibilidad de ser publicado, ya no digamos ser leído.


Pero entonces ¿merece H.P. Lovecraft estar en el panteón de la narrativa? Es decir: ¿es el eremita de Providence un clásico?


Si dudamos de otorgarle el título de indispensable para la cultura occidental por su cuentística, entonces nos compete curar ese escepticismo con la presente novela. “En las montañas de la locura”, obra maestra del genio tétrico de Lovecraft, es un clásico. Lo es porque cumple con toda la normativa enunciada por Ítalo Calvino para identificar a un libro clásico; a continuación, haré el experimento de someter la única novela escrita por el hijo de Nueva Inglaterra a la prueba de lo clásico ideada por Calvino:


Sin duda es un placer releer “En las montañas de la locura”, de tal suerte que es más frecuente oír entre los lectores que la tienen como lectura fundacional la expresión: “he vuelto a ella”; y no: “la tengo olvidada”. Durante años los iniciados en la prosa negra de Lovecraft eran una cofradía exigua, pero orgullosa de su sectarismo, una iglesia donde el evangelio era la confluencia entre ciencia ficción y terror. Ahora es patrimonio de todos, pero no ha perdido su potencia. Y en particular esta novela es la oscura insignia de dicha secta.


Leer por primera vez esta novela es un deleite; no importa que el lector bisoño ignore el vínculo de “continuación” entre ella y “La narrativa de Arthur Gordon Pym”, la pequeña gran obra maestra de Edgar Allan Poe. Tampoco importa que le sea ajena la tradición del terror cósmico o la locura novelesca que aquejó a los victorianos y eduardianos en su desenfrenada –y fatal- exploración de los Polos de nuestro desvencijado planeta. No se requiere nada de ese bagaje para disfrutar “En las montañas de la locura”; pero si se tiene, la experiencia de la lectura es exquisita: no menor a una epifanía. En palabras de Calvino: …Hay en la obra una fuerza especial que consigue hacerse olvidar como tal, pero que deja su simiente.[iii]


De ahí que esta estupenda novela de Lovecraft siembre en otros autores una cosmogonía literaria y que tenga ecos en diversos medios artísticos. Ya sea en la novela gráfica, los videojuegos, el cine o regresando a su forma literaria a través de la iteración de sus temas, como lo hace Charles Stross en “A Colder War”, novela corta que retoma en una historia alternativa los sucesos acaecidos en el innombrable altiplano antártico descrito por Lovecraft; tal es el embrujo de esta novela que revolotea en nuestras pesadillas y en muchas obras posteriores; así pues “En las montañas de la locura” se esconde en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual.[iv]


Y Calvino nos dice que los clásicos son aquellos libros que vamos a volver a leer y cada vez que lo hagamos encontraremos nuevos significados. Esto se cumple con la novela de Lovecraft. Nos perdemos en esa planicie helada, donde el frío cercena los huesos, ahí en donde atisbamos la maléfica cordillera, la insana Leng y las estribaciones inhumanas erigidas por los Grandes Ancianos. El terror de estas páginas y el asombro ante los portentos abominables que acechan en sus párrafos no cesa.


Aunque parezca paradójico, leer “En las montañas de la locura”, aunque sea la primera vez, es una relectura. Es una obra primordial; con esto afirmo que es arquetípica. En la arqueología de nuestro ser, ahí donde no nos atrevemos a explorar, yacen los horrores de sabernos mínimos y fugaces ante el universo impío. En la Antártida de Lovecraft pululan los dioses griegos que odian al género humano y se burlan de él; los dioses sumerios insomnes en el zigurat que ven impasibles las hambrunas, los dioses de sangre prehispánicos, el dios silencioso cuya inacción permitió Auschwitz. Esas potencias precámbricas para quienes nosotros y nuestra civilización somos meros copos de nieve triturados por la ventisca austral.


Nunca terminamos de estudiar cómo Lovecraft pudo apearse de su estilo tan característico, arcaico y saturado de adjetivos, irrepetible en su atmósfera malsana, para adoptar un estilo austero, científico, reseco como esa desolación que es dueña y señora de los hielos eternos del Polo Sur. Es decir: esta novela nunca termina de decirnos –o de gritarnos- lo que tiene que decir. Y lo hace con una técnica narrativa ideal a la trama contada, con el ritmo febril de la hipnosis circular que aúlla en los laberintos de la locura.


No es por supuesto un logro en solitario; ya lo escribí en otro párrafo. Esta narración es hija de Edgar Allan Poe; de Julio Verne y su “Esfinge de los hielos”. En sus páginas está el horrendo destino helado del capitán Scott y otros aventureros antárticos. Es vida ya vivida y pesadilla recurrente. Nos precede; pero también nos espera en el futuro de devastación ecológica que estamos labrando para nuestros descendientes. Nos recuerda que somos apenas un soplo en los eones, una muesca en las capas geológicas. No más que una colonia de trilobites fragmentada en el subsuelo milenario, más allá del permafrost y los glaciares.


¿Cuántos discursos críticos nos endilgan los supuestos académicos para no leer a Lovecraft? ¿Y cuántos de ellos perduran? Ninguno, una vez que hemos leído al maestro de Providence. Su magia en cada palabra acalla el parloteo de los expertos. Creemos conocer a Lovecraft, con sus aparentes muletillas y giros consabidos; pero “En las montañas en la locura” nos demuestra que no, no conocíamos su maestría. Su capacidad de reinventarse en cada párrafo, su disciplina de convocar lo justo para que la narración estalle al final en una apoteosis de terror, nos descubre a otro Lovecraft: uno dueño de sus recursos como artista, imperecedero, cuya destreza nos convoca a un vértigo blanco, el giro sin fin del derviche, el maelström del pánico desbocado. Su equivalente sonoro podría ser el “Bolero” de Maurice Ravel; pero el paroxismo que logra el eremita de Providence en esta novela es el aquel de la imprecación histérica, del pánico en expansión.


“En las montañas de la locura” no es del todo una novela. Es un portal a esas salvajes montañas heladas donde moran secretos interdictos. Es una representación de un universo oscuro, una realidad anómala que nos odia. El cosmos odia como lo sabe cualquiera que haya desafiado el frío antártico. Como lo supieron Scott y sus desafortunados compañeros de la expedición Terra Nova. O como la maldita e imaginaria expedición Pabodie, financiada por la Universidad de Miskatonic, cuyas oscuras hazañas aquí se narran. Este libro es asimismo un talismán: una representación del universo aciago.


Ítalo Calvino advierte que un clásico no nos deja indiferentes. ¿Puede ser alguien indiferente ante esta novela? Sólo que seas un pingüino albino, ajeno a este mundo, inhumano y ciego, podrías ser indiferente a esta narración. Y hay otras entidades en las sombras que podrían ser ajenas a esta novela; pero más vale no mencionarlas en voz alta. A sus lectores humanos no nos deja indiferentes. El horror verdadero jamás lo permite.


La genealogía del horror cósmico se reafirma con “En las montañas de la locura”. Aquí están las brumas de lo indecible, la filigrana lovecraftiana, la gran hazaña de un grimorio que no encaja del todo en las crónicas históricas, porque las abarca todas y al mismo tiempo a ninguna. Una orquesta que destila un horror circular, una música innombrable que sube en círculos y va ganando fuerza, como los monstruos que yacen en las cavernas polares y que en cada circunvalación cobran más furia asesina. Y ascienden a nuestra realidad.


“En las montañas de la locura” sobresale como esas cúspides barridas por los vientos por encima de la producción actual de terror literario y fílmico. Es superior a ellos. Pero coexiste con la actualidad. Hay vasos comunicantes entre nuestra angustia de fin de los tiempos –porque el futuro que habitamos ha nacido moribundo- y estas páginas. Es entonces una novela actual. Y antigua. He ahí su aparente contradicción pues lo clásico es atemporal: no es moderno ni antiguo, sino que está en un eterno presente, el recinto sagrado de la literatura imperecedera, en el altar contiguo al mito y la leyenda.


Y permea todo. Vamos por la calle y los ecos y chirridos lovecraftianos están por todas partes. Nuestra realidad acepta el horror de “En las montañas de la locura”, esa insalubre ciudad antiquísima y perversa encajada en la prosa bien aceitada de H.P. Lovecraft, porque nuestro presente acepta ya muchos horrores. Porque aceptamos sin ambages que somos perecederos, venales y oscuros. Y porque la literatura nos lleva al borde de la sinrazón y nos regresa, no del todo sanos, a esta tan traída y llevada “realidad”. Que no es ya nuestra, pues la compartimos con el sabio y diestro recluso de Providence. Tlön, Uqbar, Orbis Tertium.


Luego del análisis que propone Ítalo Calvino, el cual he agotado, queda claro que “En las montañas de la locura” es parte del canon occidental: un clásico por derecho propio. Aquí está la obra maestra de Howard Phillip Lovecraft. Su “Corona Mundi”, su exaltación literaria:

…la encarnación absoluta y objetiva de la “cosa que no debería ser” del novelista fantástico…




 

[i] https://www.theguardian.com/books/2010/mar/27/michael-chabon-interview-christopher-tayler [ii] Ambrose Bierce era condescendiente con los afroamericanos hasta el grado de que sus elogios entrañaban insultos; no tenía ese racismo rabioso de Lovecraft, pero sin duda experimentaba “profundas dudas” sobre la valía de “los soldados de la negritud”, mismas que despejó cuando los vio morir en parvadas durante el asalto a Nashville, durante la guerra de Secesión. Si lo medimos con el baremo de lo políticamente correcto de este, nuestro caótico siglo XXI –craso error-, Bierce no supera la prueba que sin duda Lovecraft reprueba casi siempre: la del racismo soterrado. Y sin embargo era, para su época, hasta moderado en el desdén que deparaba al soldado de ascendencia africana. Véase https://deadconfederates.com/2010/10/29/ambrose-bierce-on-black-soldiering/ [iii] Calvino, Italo, “Por qué leer los clásicos”, Fábula Tusquets, página 14. [iv] Calvino, Italo, ob. cit., página 14 in fine.

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