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"Los últimos días de Anthibitas" - Por Cuervoscuro

CAPITULO 2 - Segunda Parte


Cuando los hijos de las mujeres son débiles, temen a la oscuridad. Temen que de pronto delante de sus ojos solo haya un vacío negro, tinta de pulpo nublando su vista. Los infantes lloran y gritan de miedo si de alguien les tapa los ojos. Cuando crecen, se dan cuenta que la oscuridad es solo un paño de lana que momentáneamente nos ciega, y cuando la luz más débil se filtra en el gran lago de sombra, todo se vuelve difuso, azulado, pero no invisible. La luz de las estrellas en la noche despejada, la de la luna, incluso la de los insectos que a veces revolotean junto a los pastizales, todo ello ahuyenta a la negrura y deja un paisaje brumoso, pero visible al ojo.


Te digo esto porque cuando abrí los ojos, después de haber bebido el vino de aquel anciano, me encontré con aquella misma oscuridad que me aterraba de niño, antes de llegar al monasterio, cuando aún vivía en la casa materna. Abrí los ojos y no vi nada, solo un negro absoluto. Estaba tirado en un piso frio y húmedo, pavimentado con grava de río, adherida con argamasa, según mis manos pudieron percibir. Mareado, intenté ponerme de pie, cosa que me resultó harto difícil. Extendí las manos a los lados, con el corazón agitado y el pulso tembloroso, tratando de encontrar algo que no fuera el aire rancio que me rodeaba. Di un paso vacilante, temiendo encontrarme con un abismo escondido en la oscuridad. El miedo, la náusea y un repentino vértigo obligaron a mis rodillas a doblarse. Estaba desnudo, descalzo y con la sensación de tener lodo seco en mi espalda y muslos. El olor era un vago recuerdo de incienso, mayormente parecía provenir de algas podridas… y restos animales en descomposición, tal vez humanos. No podía sino imaginar que me había tragado una bestia de piedra, que el templo desconocido era una tortuga en si mismo y en su estómago, blindado por su caparazón, no habría ni estrellas, ni luna, ni el más pequeño insecto para hendir la oscuridad.

Mi piel y olfato me habían provisto de un poco de información, pero el miedo me había impedido hacer uso correcto de mi oído. En vez de aguzar la mirada hambrienta de formas, cerré los ojos y me concentré en mi respiración, en el sifón de aire que impelido por el miedo me ensordecía. Así pude calmar mi corazón, encuclillado con la cabeza baja, hasta que el sonido del aire entrando en mi tórax fue tan tenue, que pude empezar a escuchar.


Muy lejano, llegó a mi el eco de una gota que caía en un charco. Era una gota pequeña, que sin corrientes de aire que la desviaran en su caída, salpicaba en un pequeño charco, en un chapoteo espaciado y agudo. Por el tiempo que tardaba en caer, asumí que la altura sería de más de tres o cuatro metros. El eco se escuchaba desde mi izquierda. Tal vez habría un pasaje ahí.


Cuando se es joven, las piernas pueden sentirse ligeras, y estas responden con presteza a los anhelos del alma. Tuve que reprimir el deseo de ponerme en pie y avanzar rápidamente hacia ese eco, hacia esa certeza de que había algo conocido de lo cual aferrarme. Proseguí escuchando, y entonces pude percibir, durante un breve instante, el roce de telas ásperas, que bien pudieron ser cortinajes viejos o costales burdos, por mencionar solo dos opciones de entre las muchas que había. Imaginé los pliegues cayendo largamente, mecidos por un instante. Solo que el aire hediondo estaba inmóvil, como los vellos de mis brazos me lo indicaban. Debía sumergirme más en la sombra, aunque hubiera un depredador agazapado. Y si lo había, era necesario escucharlo.


En la tierra y en los mares, había seres ciegos que medraban, ignorantes de la luz, toda su vida. Peces abisales de fauces enormes y largos dientes, acechando con sus antenas, esperando el roce de su presa. Topos de largas garras, gusanos carroñeros largos como el brazo de una mujer, e igual de ágiles y letales. Ahora yo era el topo, el gusano, el pez abisal.


Cuando el latido de mi corazón era tan quedo como el de una piedra, empecé a escuchar una respiración lenta y pausada, que antes no había sido capaz de percibir, aturdido por mi necesidad de observar. Luego escuché otra, aun más lenta, como si alguien más también estuviera conmigo. Al límite de mi capacidad, aguzado por la vida callada en el monasterio, pude escuchar no uno, sino tres corazones latiendo de forma pausada, en lo que intuí eran algunos metros delante de mi.


Oculto por el aroma pútrido, pude percibir lejanamente el sudor impregnado en tela de origen animal, la grasa del cabello, el tufo de la mucosidad de la nariz. No estaba solo.


La certeza de encontrarme vigilado, hizo que perdiera mi concentración. De nuevo el aire eran solo vegetales muertos y carne agusanada, el remoto eco del goteo del agua desapareció, y en mis oídos el retumbar de mi corazón acelerado lo opacó todo. ¡Si al menos hubiera habido guijarros sueltos al alcance de mis manos! pero la grava era prisionera del piso, empujando indolente las cansadas plantas de mis pies, bajo mis piernas temblorosas a las que el miedo escocía. Un cólico en mi vientre, me obligó a liberar un breve chorro de orina, que salpicó el suelo emitiendo un quejido que yo no me hubiera atrevido a proferir antes… y gemí horrorizado.


Como si de un duelo de voluntades se tratase, yo había cedido al miedo en el último minuto. De nuevo mis ojos anhelantes de formas, vieron al enemigo moverse en las sombras: un ejército de carroñeros de cuencas huecas, portando sables ensangrentados, crispando dedos huesudos para asesinarme. Presa del miedo me incorporé de un salto, corriendo hacia mi izquierda, solo para chocar un instante después, con lo que parecía una plancha de madera sólida. El estruendo del golpe fue seguido por el de pasos presurosos y gruñidos sordos, dirigiéndose hacia mí. Tanteando desesperado delante de mi, ignorando el dolor y un hilillo de sangre que saboreaba en mi mandíbula, solo encontraba aquel entablado, una puerta ancha sin manijas, o una trampa hábilmente colocada. Tres pares de manos me aferraron con torpeza, arañándome el cabello, los brazos, la espalda; manos cuyos dueños eran tan ciegos como yo, pero que me habían encontrado.


A pesar de estar débil por la falta de alimento y la sed, fui capaz de golpear varias a veces a mis captores. El gemido de uno de ellos provino de una voz femenina. De las manos que me golpearon, sentí una pesada y fuerte, las otras dos más finas. No eran cadáveres reanimados y ciegos, sino hijos e hijas de mujeres iguales a mi. Dos me sujetaban de piernas y brazos, con fuerza, mientras una o dos personas más maniobraban con una cuerda marinera para atarme. No pude evitar recordar a aquel rudo marinero que se había arrojado a las aguas tenebrosas semanas antes, atado por la cintura, y del que nunca volvimos a saber. Finalmente, cansado y sometido por los nudos, fui derribado de un puñetazo en el vientre, antes de que uno de los atacantes, quien estaba seguro ahora de que era un hombre, me echaba sobre su hombro. Pude percibir que algún ropaje cubría su torso, pero aparentemente iban descalzos, al no hacer ruido mientras caminaban.


Avanzaron lentamente en la oscuridad, tan ciegos como yo. Una o dos veces la mujer dijo entre dientes palabras que no entendí, pero que no recibieron más respuesta que un bufido de reproche.


Fui colocado en una plataforma de piedra, bajo la cual pude sentir hendiduras acanaladas, y el inconfundible olor metálico de la sangre seca. Mi situación era evidente: el viejo me había embriagado para robarme la ropa, me habría vendido o entregado a los fanáticos religiosos, que le daban asilo en aquel templo humilde de la tortuga, y ahora, dentro de su caparazón, me ofrecerían en sacrificio a aquel dios menor, que no tenía suficiente poder en el puerto de Rhu.


Muchas veces más estaría al borde de la muerte. En este largo viaje que ahora llega a su fin, me vi frente a frente con la Señora Blanca muchas veces, y en más de una ocasión acepté resignado el destino que hasta hoy aun no llega. Pero jamás sentí el horror que me devoró en aquel altar de sacrificio. La incertidumbre de si iba a recibir el cuchillo, sin saber cuándo: si sería un tajo en el cuello, certero y piadoso; o una tortura lenta en la que mis entrañas serían extraídas de forma cuidadosa, tratando de alargar mi vida. La insondable oscuridad, casi viva, perfumada con cadáveres e insectos comedores de inmundicia, y finalmente la frustrante seguridad de que mi misión quedaría incompleta.


“Ashiv piadoso, este hijo de mujer anhela tu luz” recé. La calma volvió a mi. ¿Qué es un instante, una hora, un día, comparado con la vida entera? Pronto caminaría por los luminosos salones de sus mil ojos estrellados, al encuentro con la Madre de Todo. Cerré los ojos y canté suavemente por varios minutos, pero ni reclamo alguno, ni filo de cuchillo me interrumpieron.


Sentí que me habían dejado solo, pero en realidad se habían alejado para hablar, en voz muy queda e imperceptible. Ya no esperaba nada, más que ser recibido por Ashiv y ver la luz de nuevo, en la otra vida. Las ataduras que me apresaban se aflojaron, y una mano femenina y gentil sujetó mi palma, cuando estuve libre. Tiró de mí con suavidad, invitándome a incorporarme. Como el bebé que sujeta la teta de su madre al lactar, yo así aquella mano cálida, sin soltarla jamás, mientras me sentaba en el altar, me ponía de pie y empezaba a caminar detrás de ella.


Me abandonó delante de un portón, al final de un laberinto del que no pude calcular su longitud, entregado a su guía. Empujé con fuerza, y después de varios intentos, finalmente se abrió. La calle estaba vacía, las estrellas brillaban con tal intensidad que me cegó su luz brevemente. La luna menguante sonreía, y el aire de mar transportaba tantos aromas mezclados con la sal, que me ardieron las narices al dejarlo entrar.


Extraños son los cultos de los Tres Reinos, pero ninguno tanto como el de aquella tortuga, que devora a los hombres y los regresa al mundo cuando están listos para morir, como si el miedo fuera un cascarón que hay que romper para volver a la luz.



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