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"Los últimos días de Anthibitas" - Por Cuervoscuro

CAPITULO 4 - Tercera Parte


En tus ojos jóvenes intuyo la curiosidad: quieres saber si en realidad te estoy contando una historia de amor, nacida entre Veh y yo en la isla de Hyetu. Pero no es así. Si bien ha habido momentos de dicha y paz en mi vida, la realidad es que no fue Veh a quien más amé, si bien si fue la primera. Tal vez te cuente eso después. O tal vez no. Soy viejo y estoy cansado, lo que quiero que recuerdes tiene más que ver con el mundo que los hijos de las mujeres creerán que fue un sueño, anterior a los días de la barbarie, pero que a través de tus palabras, y las de las hijas de tus hijas, se preservará en su memoria como días de grandeza a los que algún día las familias de las matriarcas volverán.


De cómo transcurrieron los días en Hyetu, puedo decir que fueron de estudio, de solaz existir y, cada luna nueva, de horror profundo. Bajo el manto oscuro de estrellas holladas por el disco lunar, la cuenca vacía de una Diosa Madre ciega y apática, la Piedra Negra se bebía la carne, sangre y almas de los habitantes más jóvenes de la isla. Para sus madres, para sus hermanas, para todos los isleños, el horrible sacrificio era un acto despiadado del que no se hablaba, la vergonzosa fuente de prosperidad de la que todos se beneficiaban. Entre juegos de amantes, danzas y música luminosa, aquellas muertes eran olvidadas apenas amanecía de nuevo. Al paso del tiempo, no solo aprendí el rhuano y la lengua comercial común a los tres reinos, sino que enseñé en el Liceo los fundamentos del culto a Ashiv, y fui tutor de varias ricas mercantes y a sus capitanas, enseñándoles a hablar en los dialectos del alto y bajo Río Sagrado. En el curso de cuatro lunas, me convertí en un respetado maestro. El hombre bestia del norte, demostrando inteligencia más allá de la que la Gran Matriarca sospechaba, se había vuelto un solícito pastor de carneros, los cuales llevaba a pastar todos los días y con quienes compartía el corral. A pesar de esto, de la serenidad que emanaba de su mirada, jamás reflejó alegría alguna, sino una especie de tranquila resignación. Algunas veces, acompañando a las estudiantes de arbolaria o a los esclavos, volvimos a caminar juntos bajo el sol, como hermanados habíamos estado en el banco junto al remo. Durante esas excursiones, desde los riscos en los que se recolectaban bayas y semillas, admiré en muchas ocasiones la alfombra verde sobre la que descansaban los edificios blancos, cuando el sol de mediodía alzaba brevemente el velo de bruma que dejaba un encaje de rocío sobre los pétalos de los ciruelos en flor, y el cabello trenzado de las mujeres. Y en medio de la urbanización y la cultura, se erguía tosca y la Piedra Negra, erguida como un corazón oscuro y secreto, imposible de divisar desde el mar.


¡Pero que los monolitos blasfemos o sagrados no te engañen, pequeña corredora! Porque el verdadero corazón de Hyetu estaba oculto, escrito en las tablas de arcilla que desnudaron su conocimiento en cuento dominé su lengua: en ellos encontré la historia de la isla, la cronología de sus matriarcas, los nombres y propiedades de sus criaturas y sus árboles, pero jamás una sola mención de aquella roca que alimentaban en cada luna nueva. Dicen que algunas hechiceras tienen la vanidad de dejar en palabra escrita los conjuros que solo deben repetirse a viva voz y aprenderse de memoria, dicen que forjan escritos embrujados, corriendo el riesgo de que caigan en manos profanas e imprudentes. Pero ninguno de esos textos, existía en la isla, así que me fue imposible encontrar el origen de aquel culto infanticida.

Los días siguieron acumulándose, en una vida cómoda de placeres para la mente, para el espíritu y para el cuerpo. Gané prestigio entre el gremio de traductores, pero siendo un extranjero, era difícil que las matriarcas del liceo me aceptaran dentro del círculo interno. Las leyes eran claras, y solo un ciudadano podía formar parte de aquel. Veh misma me ofreció convertirme en su amante oficial, incluso elegirme como marido, con tal de obtener el favor de las matriarcas, pero lo que en otro momento hubiera sido la culminación de una vida de estudios, entonces me pareció una banalidad. Porque mi mente estaba obsesionada con la Piedra Negra, y no había bocas rojas, ni frutas dulces, ni vinos perfumados, ni textos llenos de sabiduría, que pudieran hacerme olvidar el atroz ritual que era obligado a ver puntualmente cada mes. Cerraba los ojos y la superficie húmeda de la roca llenaba mis ojos en la noche. Bajo la luna llena, empezaba a sentir la inquietud que crecía conforme esta menguaba, cerrándose en maléfica sonrisa hasta llevarme de nuevo a los breves instantes en que un bebé de brazos era sacrificado. En ocasiones me llenaba de pánico escuchar el sonido lejano del címbalo que marcaba el amanecer y el ocaso, el medio día y por supuesto la hora señalada para el sacrificio. En medio del mar, en el centro de aquella nación-isla, algo enfermo deslizaba tentáculos invisibles, que reptaban hasta mi imaginación: ¿Y si algún día Veh me anunciaba jubilosa que esperaba un hijo mío? ¿Daría a luz a un futuro santón o a un amasijo de carne roja para alimentar la dura y afilada oscuridad? Conforme la luna nueva se acercaba, esta pesadilla se volvía más intensa y recurrente, al punto de obligarme a escapar de ella despertando, jadeando con la piel rociada de sudor. Ashiv se había marchado de mi corazón, sus miles de ojos en el cielo se apartaban del disco negro que parecía haberle regalado un pedazo suyo a esta ciudad, y que solo pedía alimento a cambio de adoración.


Cuando las noches se volvieron más cálidas y la compañía de Veh en mi lecho, era contínua y apasionada, decidí que ya no quería formar parte de aquella sociedad. Por un instante, los horrores del mar que había experimentado antes, volvieron a mí: ¿Estaba decidido a cambiar la suave piel de Veh por el bronce abrasador del sol? ¿El vino de leche y frutas por aceite de palma? ¿Arriesgarme a morir a manos de piratas o parásitos invisibles? Entonces creía que aquello era lo peor que viviría, ¡qué equivocado estaba! Y sin embargo aun hoy sabiendo lo que se, habría tomado la misma decisión.


No soportaría ver otro ritual, sin gritarle a todo Hyetu que no eran sino espectros bien nutridos sin alma, que su civilización era un encalado limpio pero frágil, bajo el cual no eran diferentes a los nómadas salvajes que devorarían a sus madres si el hambre fuera mucha. Era joven, apasionado, fiel a las ancianas diosas delas montañas y aquello me dio la fuerza para tomar la decisión. Comencé a contactar capitanas y mercaderes que estuvieran prontas a dejar la isla, listo para continuar mi viaje hacia los Tres Imperios de Occidente, objetivo inicial de mi peregrinación y que las bellas tentaciones de la isla, parecían haberme hecho olvidar. No fue difícil, debido a que ya era un avezado Lingüista y Escriba, que hiciera trato con la hija mayor de una mercader que recién le había entregado una embarcación. La capitana que la acompañaba tenía ya algunas canas en las sienes y mirada astuta, más no cruel, y a reserva del visto bueno de la Gran Matriarca, accederían a llevarme hasta las grandes planicies, y facilitarme el tránsito con alguna de sus caravanas de dromedarios.

Por supuesto consideré dejar al Hombre Bestia en su apacible vida de pastor, pero lo cierto era que en ella estaba tan infeliz como si de una esclavitud sin cadenas se tratara. Cuando lo visité en el corral, dos esclavos estaban llevándole de comer a los animales, y él compartía su alimento. No parecía débil ni estaba sucio, pero al verme su mirada me transmitió una húmeda melancolía, emitió un suspiro y supe que debía llevarlo conmigo.


Tras obtener audiencia con la Gran Matrona y exponer mi deseo de visitar los Tres Imperios, ella respondió que me quería como a un hijo, que aprobaba el afecto que Veh me prodigaba y que si fuera su deseo, impediría mi marcha. Un escalofrío me atenazó, temiendo por un instante que el permiso me sería negado. La Gran Matrona tocó mi hombro con su vara de olivo, y tanto estudiosos como esclavos supieron que era libre de marcharme en cuanto lo deseara.

Esa noche Veh no acudió a mi lecho, al día siguiente se volvió fría e inexpresiva hacía mi, a lo que yo en ningún modo tenía derecho a hacerle reclamo. De alguno modo sentí que era mejor así, que sin pedirme explicaciones, simplemente me hubiera dado la espalda. Hermosa Veh, quien seguramente encontró a alguien a la medida de su corazón, ¡esa última noche, fue el recuerdo de su sonrisa y su amorosa compañía, lo que estuvo a punto de hacerme deshacer el trato! Bastó recordar al sediento escollo en medio de la isla, anhelando la fecha de su próximo alimento, para traer a mi mente de vuelta a la realidad.


Al amanecer del día siguiente, y faltando dos más para la llegada de la Luna Nueva, me despedí de los eruditos del Liceo, de la Gran Matrona y de Veh, quien fría y distante alzó la mano en un adiós que no expresaba emoción alguna. El Hombre Bestia ya me esperaba fuera de la cerca del corral, para lo cual solo le había bastado dar un salto, igual que para mi había sido un salto voluntario el dejar atrás Hyetu.

La barca desplegó el velamen rojo, contrastando con el cielo dorado claro, opacado por la bruma matinal, y pronto bordeamos la ensenada y los riscos que protegían el oscuro secreto del culto a la Piedra Negra, del que nadie allende la isla paradisiaca sabía, y de saberlo, procuraría no hablar de ellos hasta que llegara el fin del mundo.


¡Y el fin de este mundo llegó para los imperios de las reina con la subida de los mares, niña corredora, y la Piedra Negra será tragada por las olas, será olvidada por los hijos de las mujeres, hasta que un día alguien la encuentre, y pido a Ashiv que para entonces, las hijas de tus hijas ya hayan contado mi historia y aquel culto espantoso, jamás regrese!


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