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Umbrarum hic locus est

El Cronopio y el cuervo: historia de una traducción entrañable.



En el año de 1956, aparecen publicadas por la Universidad de Puerto Rico, en colaboración con la Revista de Occidente, las Obras en prosa. Cuentos de Edgar Allan Poe, traducidas por el escritor argentino Julio Cortázar. Poe nace en año de 1809 y muere en 1849, por su parte, Cortázar nace en 1914 y muere en 1984. Son 175 años y un continente de diferencia, eso sin contar las diversas especificidades culturales, económicas e ideológicas entre este cronopio y ese cuervo.


Aun así, durante su viaje por Italia en 1953, Julio trabajó arduamente para traducir de manera completa la prosa del bostoniano sureño. Y como es sabido por la experiencia humana, que para amar algo, hay que conocerlo. Fue así que durante esos meses entre las carreteras, ciudades y los pueblos de la bota europea, Julio releyó (pues ya conocía a Poe), profundizó y reflexionó la obra de ese gigante de la literatura.


Es aquí donde creemos (y digo creemos, porque los espectros y demonios que habitan en este lugar de sombras, toman parte en esta columna) que surgió -o se fortaleció, tal vez- ese profundo reconocimiento, identificación y comprensión que provoca degustar, y realmente comprender no solo los mecanismos de construcción literaria, la composición y los materiales, las influencias de un autor, sino adentrarse en su vida propia, en sus miserias y en sus destellos, en sus penas -tantas- y en sus felicidades, en ese camino lleno de vicisitudes que afrontó con valentía y rabia, y que al final, le ganó la partida.


En una entrevista que la escritora mexicana Elena Poniatowska le hizo a Cortázar en la Revista Plural, La vuelta a Julio Cortázar en (cerca de) 80 preguntas, publicada en mayo de 1975, le pregunta: “¿Hiciste cuentos por seguir a Borges? ¿Gracias a su influencia?”, a lo que Julio respondió: “Más bien los escribí por Poe”. Nos parece que uno de los elementos -no el único- de identificación más importantes que tuvo Cortázar al estudiar la vida y obra de Poe, fue el profundo efecto de una niñez muy triste, cosa que compartieron en mundos muy distintos, y sin embargo, tan iguales.


Edgar Allan Poe pasó su primera etapa como un bebé entre bastidores y ensayos teatrales, ya que sus padres, Elizabeth Arnold Poe y David Poe eran actores. Como bien lo apunta Thomas Ollive Mabbot -tal vez la máxima autoridad en el estudio académico de Poe- y el mismo Cortázar, los vestuarios, máscaras y diálogos apasionados del teatro debieron tener una nula influencia en el cuervo, ya que ambos padres murieron junto con el ambiente de la actuación cuando él tenía apenas 3 años. Sus hermanos fueron separados y él quedó bajo el resguardo de una familia de Richmond, Virginia. John Allan era un comerciante escocés, que bajo la presión constante de su esposa Frances, hizo de protector de Poe. La realidad es que en sus años de infancia le proporcionó una educación de calidad, más no así, afecto y comprensión. Frances sería en esa etapa la única persona que le hacía sentir al cuervo el amor de unos padres que perdió a tan temprana edad. El cuervo adoraría a Frances hasta su muerte. John Allan siempre sintió como una pesada carga la protección que, forzadamente por Frances, extendía a Poe. Allan tenía hijos naturales y secretamente los mantenía, así que cuando muere su esposa, pudo irse distanciando poco a poco del cuervo, al cual nunca adoptó legalmente.


Hemos platicado algunas veces con el espectro de Poe, y nos ha contado con tristeza anécdotas sobre esa niñez solitaria, en donde solo el cariño de Frances lo hizo sentir que le importaba a alguien. Sin embargo, también nos relató la manera extraordinaria en que su nana (una negra esclava) le introdujo en las fenomenales historias de folk sureño, en las historia de fantasmas, vudú y diablos, y de cómo solía espiar a los capitanes de navíos que bebían en compañía de John Allan, contando aventuras marítimas tremendas… pero esa es otra historia.


El cronopio debió identificarse de alguna forma con el bostoniano sureño, ya que sobre su niñez relató: “Tuve una infancia en la que no fui feliz y esto me marcó muchísimo. De ahí mi interés en los niños, en el mundo de los niños. Es mi fijación. Soy un hombre que ama mucho a los niños. Creo que soy muy infantil en ese sentido de que no acepto la realidad. A los niños les cuento cosas fantásticas e inmediatamente establezco una buena relación con ellos, muy buena”. Nos imaginamos que hubiera sido si en un mundo paralelo, John Allan hubiera sido Julio Cortázar, ¡cómo se hubieran amado esos dos!, padre e hijo, pero en el universo en el que nos encontramos atrapados, John Allan fue un protector alejado y frío, y Julio fue un hombre sin hijos.


En defensa de John Allan -del cual también hemos entrevistado a su fantasma- debemos decir que siempre intentó llevar a Poe por el camino de una carrera que le solucionara sus problemas económicos, y que la terrible diferencia de caracteres (uno comerciante, el otro poeta, ¡válgame Dios!), no ayudó mucho a conciliar a estos espíritus tan diferentes.


Cuál sería la gran decepción de un niñito huérfano al irse dando cuenta de que no pertenece a ningún lado, que es una especie de “arrimado”. Cortázar lo respondería casi 200 años después: “Una de mis primeras angustias fue el descubrimiento de la traición, yo tenía fe en los que me rodeaban, el descubrimiento de los aspectos negativos de la vida fue terrible”.

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