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Igual al corazón humano - Parte I


“Árbol que nace torcido, jamás su tronco endereza”. Todos somos árboles atacados por una escoliosis terrible, por un cáncer que va pudriendo poco a poco cada célula de nuestro ser hasta dejarnos la carne negra y el corazón reseco. Es imposible encontrar una cura. Tendríamos que abrirnos en canal y revolvernos el interior para cambiar. Hay que destruir lo que somos. Malditas. Cucarachas. Infectas.”


Alejandro, hijo del ministro presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, abandonó el hogar paterno tres semanas después de su cumpleaños número veintidós para ocupar una residencia ubicada en el sur de la ciudad y que su querido padre le había regalado. Se trataba de una modesta casa de dos niveles, del tamaño ideal para un soltero, aunque el cariño y el bolsillo de su progenitor permitieron amueblarla con todo el lujo y la elegancia que caracterizan a los nidos de los buitres.


Su garaje era suficiente para albergar dos coches a los que se le daba entrada por un zaguán negro; al lado de éste, una preciosa puerta de roble con un abanico de vidrio en la parte superior hacía de entrada principal. Cruzando el umbral, de inmediato percibías el olor que la riqueza obscena le impregna a un hogar. Un encerado piso de duela que daba pena pisar, paredes lisas y completamente restauradas de un delicioso color crema y mobiliario del diseño más moderno hacían increíble creer que aquella casa tuviera más de cien años de antigüedad. A la izquierda, una bella sala modular y un taburete, ambos forrados de piel, apuntaban de frente a una pantalla de sesenta pulgadas con sistema de sonido Teatro en casa, con dos repisas encima que guardaban la nada despreciable colección de películas del orgulloso y reciente dueño de la casa. A la derecha, una cocina completamente equipada, con desayunador en la barra y un refrigerador repleto, sobre todo, de cerveza y finas carnes. La sirvienta —porque, claro, Alejandro no planeaba mover un dedo para mantener su nueva vivienda— nunca podría quejarse de falta de recursos para mantener bien gordito a su patrón.


El estudio y la habitación principal, en el piso superior, eran quizá los sitios más interesantes de la casa. Ambas estancias habían sido modificadas para integrar tres escondites en cada una, en los que el hijo del ministro guardaba las drogas que el cartel a veces le confiaba, aparte de importantes documentos y un arma: en el primero del estudio un bestial revólver 357, el segundo un Águila del Desierto .50 y el tercero, el más amplio, un rifle de asalto M4A1; las armas de la recámara eran menos vistosas, por decirlo así: una Glock 9mm, una escopeta Maverick calibre 12 y una granada de fragmentación para casos que requirieran de medidas extremas. Aparte del arsenal, las dos piezas fueron decoradas con grotescas obras de arte que daban la impresión de querer reflejar el alma de su dueño. Cuadros de escenas violentas o personas deformadas por el filtro del arte, se podría pensar que habían sido pintadas con sangre y alquitrán; pequeñas esculturas de penes, orejas y ojos temibles, ¿serían realmente de madera o yeso? La recámara era un caso aparte: una cama de damasco cubierta con sábanas de seda, con un buró a cada lado, una televisión fija a la pared y un tocador de fina madera constituían el único mobiliario, y dos lámparas de noche se encargaban de toda la iluminación. No obstante, ahí se respiraba una odiosa mezcla de humores reprimidos y malignidad pura.


Estos y algunos otros detalles formaban el escenario en donde el joven Alejandro empezaría la etapa que lo convertiría tardíamente en un hombre de verdad, un retrato que enorgullecería a su ilustre padre. Los acontecimientos descritos a continuación dan minuciosa cuenta del uso que el implacable destino le deparaba a un muchacho que, en medio del vicio de la ociosidad, hasta entonces tan sólo había jugado a ser adulto.


Todo empezó únicamente unos días luego que Alejandro, el brillante hijo del presidente de la Suprema Corte, ese que en incontables ocasiones se divirtió degradando a la honesta clase trabajadora, el mismo quien había hecho posible el arresto del líder de los Guzmán —luego de meses de implacable lucha, por acto de magia lo atraparon “sin soltar un solo tiro”—; todo inició, digo, unos días más tarde de que Alejandro se hubo mudado a su lujosa chalet.


Primero fueron cosas sin importancia que cualquier persona racional hubiera atribuido a causas perfectamente naturales. Y en verdad así lo hizo el joven protagonista de esta historia. Cajones que se abrían, muebles que cambiaban de posición, luces que variaban su voltaje o crujidos que torturaban la madera cuando la oscuridad ofrecía guarida a lo que sea que se entregaba a tales divertimentos. Nada por qué alarmarse: un desnivel en el piso del terreno, fallas en las instalaciones eléctricas, el viento… cualquier cosa. Así pensaba él. Tan ingenuo, tan inmaduro, tan acostumbrado a lo fácil. Así habría calmado su alma, con quimeras tan carentes de verdad, aunque luchando por la más elemental lógica. Así habría interrumpido su vicisitud, de no ser por un hecho que trascendió la barrera de lo racional y lo llevó a enfrentarse con su cruel pero imperativa realidad.


En la tercera noche, ya muy entrada la madrugada, Alejandro se despertó de súbito, empapado en un sudor viscoso que pegó sábanas y camisa a su piel. Tenía perfecta conciencia de que había tenido una espantosa pesadilla, el corazón aún le latía frenéticamente y seguía sintiendo el vacío inmenso en la garganta que es sólo consecuencia de un susto de muerte, mas no recordaba detalle de dicho sueño. Sus cavilaciones se vieron interrumpidas por un retumbar agudo que, al parecer, procedía de la azotea o el cuarto de servicio; era como si alguien se dedicara a arrastrar muebles por el suelo y, de inmediato, volcarlos o arrojarlos con fuerza contra la pared. Luego, la quietud absoluta durante unos cuantos segundos, para enseguida causar un nuevo sobresalto con otra estridencia. Ya con el sueño muy lejos de sí, Alejandro se incorporó un poco para reclinarse en la cabecera, con la vista fija en el frente. Seguro eran los ruidos naturales de una vieja casa. (No seas pendejo, pinche mico, bien sabes que no es nada de eso.) Sí, se había cambiado a una casa muy vieja. (Deja de vivir en negación.) Se quedó viendo una enorme cucaracha que iba subiendo por la pared y que, de vez en vez, agitaba las asquerosas alas marrones; así las dos o tres horas que duraron los ruidos.


Alejandro bajó casi al amanecer para desayunar. Pese a que no tenía hambre, quería mantener su mente ocupada ya que no pudo volver a conciliar el sueño. Sentía los párpados pesados, le dolía tremendamente la cabeza y conservaba un vago rastro del temor indefinido que le dejó la pesadilla no recordada. Todo esto había logrado empeorar el humor ya de por sí irritable de ese intento de burócrata. La sirvienta llegaría esa misma mañana. Quizá su compañía, aunque se tratara de un ser inferior, podría calmar un poco los nervios que le ocasionaba dormir tan solo por primera vez en su vida (¡Desgraciado puerco ignorante! Sal de tu burbuja, mocoso consentido).


Un olor putrefacto le hizo sacar la cabeza del refrigerador. De entrada pensó que se trataba de los huevos echados a perder, pero no, la peste no venía de adentro de la casa. Atravesó el comedor para ocho personas y llegó al ventanal que daba a un pequeño jardín todavía no sembrado. Una brisa cargada del penetrante aroma se colaba desde una rendija abierta en el cancel. Una gorda mosca se introdujo en la vivienda y se posó sobre el vidrio. El zumbido se volvió insoportable cuando Alejandro salió al jardín; un verdadero enjambre se revolvía alrededor de un bulto en la tierra. El origen de la peste era la cabeza de un gato, a la que los gusanos y las moscas ya le habían devorado por completo uno de los ojos y la mitad de la carne.



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