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Igual al corazón humano - Parte II

Por: Andrés C. Notni Más que asustarle, el hecho le provocó inmensa rabia, aparte de un asco que no tardó en materializarse en forma de bilis y unos pocos restos de alimento. Quien fuera el chistoso que le había jugado esa mala pasada, la iba a pasar muy mal. Y si no descubría al culpable, se desquitaría con toda la colonia. Con un par de llamadas (porque tú no tienes el valor para hacer nada por ti mismo, lacra) iban a aprender de mala manera quién era su nuevo vecino. Igual con el ratero o quien fuera que se había colado hasta la azotea. Maldito pueblo inútil, luego por qué se los cargan.


Estas cavilaciones se fueron mezclando con otras. Piensa, ¿quién tendría motivos para querer joderte? Conocía muy bien el tipo de mensajes que mandaba el cartel. ¿Y si se han enterado de los gramitos de coca que te chingas de vez en cuando? ¿Que no son ellos los únicos que reciben el beneficio de jalar un par de cuerdas en el Congreso? Como si les brillara un poco menos el sol porque también lo haga para otros. Putos codiciosos. Pero así es esto, todo mundo quiere el esqueleto para él solito. De cualquier forma, él era intocable y si los imbéciles esos querían hacerle algo, tendrían que conformarse con esas amenazas infantiles.


Esa misma tarde, Alejandro tuvo oportunidad de olvidarse un poco de sus preocupaciones cuando tocaron el timbre. Era la sirvienta: una vulgar belleza de piel color chocolate, el cabello más lacio y negro que él hubiera visto en su vida, ojos rasgados, nariz pequeña aunque algo chata, dientes pequeños, muy blancos y con una sonrisa hechizante; casi carente de seno, pero con un trasero que compensaba más que bien ese minúsculo detalle. Los ricos sí que saben escoger a su servidumbre, pues no hay instante en el que dejen de pensar que todo existe para satisfacerlos de la forma en que a ellos se les antoje. Al burgués no le importó que su empleada le sacara casi una década en la diferencia de edad. Le ofreció una bebida antes de permitirle instalarse en el cuarto de servicio. La muchacha comprendió sin dificultad a qué tipo de juego quería entregarse su patrón y, como suele suceder —también del otro lado de la pirámide existe el oportunismo y la entrega total a los instintos primarios—, ofreció poca resistencia. Con esos pantalones de mezclilla tan ajustados era muy difícil mantener la compostura, y lo que inició en la sala terminó luego de una hora en el dormitorio principal.


Nada podía ser mejor con respecto al arribo de la nueva criada. Obviando sus espléndidos atributos posteriores y el delicioso uso que les acaba de dar, estaba el hecho de que dormiría, claro está, en la habitación destinada para las de su tipo, donde la noche anterior se habían escuchado los sospechosos ruidos. Si se trataba de un ladrón o, incluso, un sicario, la presencia de esa mujer seguramente advertiría al dueño de cualquier peligro con el tiempo suficiente para preparase con la escopeta que, de ahora en más, siempre estaría cargada. Alejandro no pudo evitar fantasear con un pobre diablo al que le reventara el vientre y saliera volando a tres metros de distancia por la potencia del rifle. (Como si te atrevieras a tal cosa, puto. Seguro lo mejor que podrías hacer sería tirarte debajo de la cama a orinar los pantalones.) Y si —hasta parecía burla— en cualquier caso de que fuera otra cosa, aquella dulce perra también pagaría el precio. Al fin y al cabo, se trataba de sólo un pedazo de carne, como todos los demás.


Pasaron unos días en que no pasó nada digno de detallar aquí: Alejandro prestó juramento ante la Cámara, rectificando así su posición de intocable; recibió un nuevo paquete de cocaína y algunos dólares como agradecimiento a sus próximos servicios; mandó detener a algunos activistas que pretendían exponerlo a la luz pública y se regodeó con el video de sus torturas. Para celebrar, solía limpiar sus fosas nasales con el polvo de los dioses, tomar un trago y divertirse un rato con la sirvienta, a la que gustaba amarrar a las patas de la cama para azotarle las nalgas. Lo único alarmante era la plaga de insectos que parecía seguir olfateando los restos del felino decapitado. Pero nada que no se arreglara llamando a un fumigador.


El tiempo dejó así que el político olvidara las incomodidades con que le había recibido su reciente morada, tan sólo para que el verdadero inicio de su transformación tuviera el efecto deseado.


(Cerdo analfabeta, ¿cómo alguien como tú pudo llegar tan lejos? Vives sólo para dañar al prójimo, pero ni los huevos tienes para hacerlo por ti mismo, hijito de papi. No eres nada, mejor date un tiro).


Habían transcurrido ya dos meses de la mudanza; los fenómenos parecían haber cesado casi en su totalidad, de no ser por algunos muebles que amanecían movidos o los cajones que se seguían abriendo. Qué asco el suelo de la capital, pensaba Su Excelencia mientras veía una película acostado en su cama, sin compañía en esta ocasión. Ya se había cansado de su moreno capricho y le hablaba para lo estrictamente necesario. Ahora su miembro palpitaba por una pelirroja del Club Español. Esa chica sí era de su condición. A esa mujer no le faltaba nada, nada en absoluto. El recuerdo de la nueva conquista le instó a masturbarse con la derecha y rasguñar ligeramente los testículos con la izquierda. Qué dulce, dulce mezcla de sensaciones. Ya era tarde, mas eso no importaba cuando se tenía un curul muy cómodo en el cual reponer horas de sueño. (Ja, ja, eres todo un pervertido, cínico, descarado.)


Los moscos, esos condenados animalejos del diablo, no lo dejaban desahogarse como era debido. Odiaba la primavera por el quemante sol de la ciudad que deja a uno todo pegajoso, extenuado; por las alergias que los árboles le provocaban; pero, por encima de todo, la odiaba por los malditos moscos. Por él, podían ahorrarse las minifaldas y los escotes, le excitaban más los pantalones bien pegaditos, de preferencia de cuero o algún material brillante. Ya tenía los brazos atascados de ronchas. El zumbido tapó el sonido de la televisión y el cuerpo se le llenó de esos inmundos bichos. Soltó un ahogado grito y brincó fuera de la cama, sacudiéndose el cuerpo con las manos. Los moscos habían desaparecido. No, él los sentía. Las ronchas seguían ahí. Quitó las sábanas de un jalón y ahí tampoco encontró nada. Pese a ser bastante inútil a causa de su crianza, el hijo del juez era un hombre racional e inteligente como para dejarse llevar por niñerías. Todo en el universo tiene una explicación lógica, incluso los ruidos en la azotea y los insectos que desaparecen. Levantó el colchón y sobre las tablas de la base de la cama encontró varias chinches repletas de sangre. (Las chinches no zumban).


Alejandro salió del dormitorio soltando todo tipo de injurias y amenazas vacías. A los pocos segundos estaba de regreso con una lata de insecticida, cuando unos suaves tronidos se escucharon justo arriba de él. ¿Qué estaría haciendo la chacha? Eran pasos que parecían ir de un lado a otro, muy rápido. Se olvidó de las chinches y aguzó el oído. Las pisadas eran acompañadas por una especie de tarareo. Se oyó una puerta que se abría y los pasos bajaron las escaleras que daban al pasillo de la planta alta, siguieron y bajaron por segunda vez, hasta la sala. La curiosidad impidió que Alejandro pusiera un prematuro fin al paseo de la sirvienta. Quería sorprenderla cuando le estuviera robando su licor. Salió del cuarto y descendió en silencio hasta la mitad de las escaleras, desde donde podía ver el piso de abajo en su totalidad. Estaba desierto. De inmediato subió hasta la alcoba de la empleada, prendió la luz de un manotazo y se encontró con que también esa diminuta pieza estaba vacía. Se acercó al camastro pegado a la pared y recogió un mechón de pelo que reposaba sobre la almohada. La luz empezó a parpadear. Con el rabillo del ojo, creyó ver una sombra que se desplazaba al humilde baño adjunto.


El primogénito del ministro, de nuevo solo en esa construcción que, sin embargo, parecía albergar una especie de sombría e inhumana presencia, estuvo seguro que los sicarios del narco iban tras él. (Te estás volviendo paranoico. Aparte de todo, pendejo. Para ellos no representas peligro alguno, te tienen comiendo de la palma de sus manos lavadas con oro). No podía explicarse cómo, pero esos salvajes estaban introduciéndose en su casa por las noches y el próximo en caer no sería ningún animal ni criado; ya no había otra alma sino él, el fruto del ilustre Presidente de la Suprema. No sabían en la que se metieron.





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