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La muerte de H. P. Lovecraft

Por Cesar Cellini Recluido a una fría y metálica cama de hospital, se hallaban los restos de lo que una vez fue un ser humano. Caquéctico, enjuto y desalineado, esgrimía un aspecto devastador. Su peso, al igual que su masa magra y energía, había sido fagocitado por un padecimiento ruinoso. La enfermera no pudo evitar enarcar las cejas al tiempo que sus ojos amenazaban con derramarse de sus cuencas, mientras entraba en la habitación y veía su aspecto, que lejos distaba de ser, lo que una vez fue. Apenas quince días habían transcurrido del mes de Marzo de mil novecientos treinta y siete, en el Hospital Jane Brown Memorial, de Providence. Desde finales de febrero, sin expectativas de cambio, yacía H. P. Lovecraft, con apenas cuarenta y seis natalicios vividos. Su hábito era nocturno. Ermitaño por naturaleza, no emitía demasiadas plegarias, salvo cuando el cáncer le hacía retorcer el ánima, y ahogaba un grito clamando piedad. Descreía en la existencia de un llamado Dios. Menos aún que era justo y necesario. Su argumento se fundaba en ciertos avances de las ciencias como la biología, geología y astronomía. La religión era incierta y absurda, según profesaba.


El día iniciaba, desde el alba, con una garua incansable y constante, que amenazaba con perdurar una breve eternidad. A lo lejos, donde el horizonte desborda sus límites, la negrura inconmensurable, saturaba todo a su paso. Truenos y relámpagos sacudían la quietud, y con su fulgor, hacían metamorfosear toda forma a su paso. La tesitura estaba dada para que la función continúe.


La noche que precedió lentamente al día, desgarrándolo, no fue corriente, por lo menos para Howard Phillips Lovecraft. Los intensos dolores se abigarraron con recuerdos, al punto qué, creyó ser personaje principal de uno de sus relatos más oníricos. Algún ser mitológico vendría por él. Tenía certeza y convicción. Pensaba en la misma muerte como una criatura siniestra, que se presentaría en su habitáculo en el cual perecía, y sin mediar conciliación alguna, se adjudicaría su alma, y la misma iría a vagar por algún plano extra terrenal.


Quiso estimar, en un rápido lapsus, cuantos miligramos día consumía de morfina, pero jamás pudo realizar ese simple cálculo. Astrónomo, se dijo, mientras su remembranza lo removía a cuando quiso profesar esa disciplina. Fundó una teoría, para nada esperanzadora, que a mayor consumo de opioide, mas cercanía a su cesantía.


Los médicos que frecuentaban su habitación, solo destilaban preocupación e incertidumbre. El modelo en el cual se habían formado, contrarrestaba el actual estado del paciente. Apenas hacía un mes del diagnóstico de su enfermedad, y la posibilidad de curación, distaba de encontrarse en esa habitación. Hecho que también producía cierto rechazo en el equipo médico y de salud, ya que la finitud de la vida, era un tabú insondable por ese entonces. Él, solo se limitaba a mirarlos y responder con monosílabos, las inquisidoras preguntas del plantel.


Esa madrugada pidió ayuda a una enfermera para incorporarse. Sus muecas de dolor, obligaron a que la letrada lo rescate con una inyección de morfina, antes de marcharse de su aposento. Su grado de dependencia iba in crescendo, con el transcurrir de los días. Logró estabilizarse, sentándose en el borde de la cama, y dejando la mirada fija en un distante punto, viendo la realidad que la ventana le permitía ver. Prefería la realidad de sus mitos.


Un acceso de tos lo invadió y quiso reprimirlo con ambas manos. Sus palmas quedaron empapadas de un rutilante rojo de sangre, y algunas gotas fueron desperdigadas por el piso, tiñéndolo de bermejo. Su respiración se volvió superficial, y sus músculos se tensaron hasta doblarlo. Sentía como su intestino se retorcía, necrosándose en su plenitud. Cayó tendido, sin emitir resistencia, sobre la cama que lo abrigaba en su soledad. El dolor, esta vez se adueño de su cabeza.


Imágenes se impactaron en su semblante, haciéndolo transmutar a su otro Yo: el perverso. Con ambas manos sostuvo su cabeza, intentando mitigar las dolencias y racionalizar qué sucedía. Palabras y lugares comenzaron a brotar de su cráneo, en una vorágine sin sentido: Derry, Pennywise… Redrum,Richard Bachman… 22/11/63… Carrie White, Roland Deschain… Annie Wilkes y Jack Torrance... Y tantos otros, que vio su mente inundada de visiones o recuerdos inmersos en las profundidades de su memoria.


Un estruendo fragoso, que sacudió con vehemencia los cimientos del Hospital, lo recluyó a cierta templanza y paz, que anhelaba con ansiedad. El dolor dejo de fragmentarlo, su respiración se fue apagando paulatinamente, y sus músculos se relajaron. Sus pupilas se dilataron con su último esbozo de vitalidad. Como una ideación ilusoria, supo que su legado continuaría, perpetuándose eternamente, con otro nombre, otro estilo, pero viralizando e impregnando de terror las mentes conscientes y racionales de la raza humana. Solo cabía esperar, que el continuo del tiempo se siga consumiendo, por una década apenas. Una década y seis meses, seis meses…seis…seis…seis.


Yo soy Providence, dijo en un rictus etéreo que lo acompañaría toda su muerte.




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