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Foto del escritorEl Juez

Crónicas sobre Anne Rice

Actualizado: 9 ene 2022

Te recordamos




This is where it starts

This is where it will end

Here comes the moon again

Here comes the moon again


-Marilyn Manson, de la canción “If I Was Your Vampire”




i parte


***ADVERTENCIA: CONTIENE SPOILERS***


Sugiere Milán Kundera que los primeros gestos de una relación amorosa son un contrato implícito sobre cómo será en el futuro, sobre qué actitudes será aceptable tomar. Detalla que si uno de los amantes le sirve al otro el desayuno en la cama después de haber pasado la primera noche juntos, deberá hacerlo con regularidad mientras la relación dure, porque si no, se corre el riesgo de que el otro se sienta ofendido y traicionado. La adolescencia es también una forja del carácter en la que, como si firmáramos un contrato con el destino, con nosotros mismos o nuestros hábitos, lo que hacemos nos marca para siempre. Y alejarnos de esos primeros impulsos de curiosidad ante una vida independiente se siente como visitar un sitio incómodo, lejos de casa y de lo que nos reconforta, un lugar donde es difícil dormir.


Al final, todo viaje en la vida es de ida y de vuelta. En ese sentido yo no fui excepcional, y supongo que mi historia, puede empezar como el principio de Historia de dos ciudades:

"Era el mejor y el peor de los tiempos".

Tenía 16 años, mi amigo Moisés me había introducido al mundo de Hannibal Lecter una tarde que vimos en su casa El silencio de los inocentes y nos había impactado esa escena donde Barry le pregunta a Clarice: “¿Es cierto? ¿Que es un vampiro?”. Por entonces jugábamos Resident Evil y todo lo relacionado al terror ya nos merodeaba como una jauría de lobos hambrientos dispuestos a devorar nuestras mentes, había una cierta sensación de misterio cuando el aire se enfriaba en Monterrey, que si se puede sentir de algún modo es como electricidad, una energía que te rodea cuando la noche se espesa y una opresión que te libera, se derrama por tus entumecidos miembros; hacía que te sintieras más vivo olfatear el viento del invierno cuando las calles se quedaban solas y en los vacíos de las edificaciones sonaban los ecos de campanas provenientes de iglesias lejanas. Y nuestro poco sociable pero selecto grupo de amigos pronto descubriría junto a las cartas de Magic (yo jugaba blanco y Moisés negro), la novela Drácula, de Bram Stoker.


Alex, el único que se atrevía a usar ropa por entero negra y gabardinas al estilo Neo el de Matrix o los estudiantes de Hogwarts, camisetas con estampados de bandas de black metal cuyos nombres resultaban impronunciables, tenía aquel libro en una antología llamada La colección del Milenio. Nos lo prestó a todos y todos lo leímos. A cambio yo le había prestado El abanico de Lady Windermere de Oscar Wilde. A mí me encantaba toda la obra de Oscar, pero quedamos fascinados por Stoker. Pronto nos empezamos llamar a nosotros mismos por sobrenombres basados en los personajes que conforman el clan de caballeros que derrotan al conde. Yo era John Seward, Alex, Lord Godalming por el uso que hacía de la letra G al firmar sus documentos debido a que, en un por ese tiempo poco conocido juego de rol también centrado en la temática de los vampiros (si adivinas cuál es eres un auténtico conocedor), él jugaba con un personaje perteneciente a la familia upirológica de los Giovanni.


En ese campo fértil de terror pop, de la película de Francis Ford Coppola que vimos luego de descargarla del Ares en la computadora en casa de Alex, donde habíamos visto otras películas de rito de iniciación juvenil como La naranja mecánica u Hostal; en ese ambiente de culto por la oscuridad y ambición de lo tétrico, de la carta de Szadek, el vampiro psíquico fundador de la casa de los Dimir, metonimia del clan de los Tzimisce del juego Vampiro La Mascarada, era cuestión de tiempo para que pronto diéramos con la que se sostenía como una referente mundial de vampirismo como sólo la ficción sin pseudociencia ni falsa arqueología puede lograr.


La autora que había conseguido crear a un personaje con los mismos alcances en la cultura que había tenido el conde Drácula y que conectó su propia mitología con los orígenes de lo que fuera la leyenda europea del vampirismo medieval, a partir de los muertos que regresan de sus tumbas, la única, Anne Rice.



Con cierta reticencia al principio debido a un comentario que la misma autora hace en boca de uno de sus personajes sobre lo que dice Bram Stoker de los vampiros (“delirios de un irlandés loco”, declara Louis), sólo un par de mis amigos leyeron sus dos primeras novelas. La verdad es que yo nunca jugué tanto rol ni le dediqué tanto tiempo a otros juegos de estrategia como para llegar a destacar, lo mío era la lectura, así que pronto quedé enganchado con la saga de la estadounidense.


Su estilo y sus ideas me marcaron desde la primera novela, Entrevista con el vampiro, que considero fue la mejor escrita. Aunque me atrapó más la trama de la segunda y, finalmente, terminaría por encontrarle mayor utilidad práctica a la tercera. Pero no nos adelantemos.


Corría el año 2006, estaba por entrar a estudiar a la Facultad y acababa de terminar de leer Hannibal, de Thomas Harris, que mi amigo Ivaldi me había prestado luego de que vimos la película (nunca me convenció el cambio de Jodie Foster por Julianne Moore). Antes de leer esa novela decidí comprar la primera, El silencio de los corderos, en la librería Gandhi donde también quise buscar otra lectura para cuando terminara.

Ahí lo vi, aquel libro de una editorial cuyo nombre no tengo en la memoria, creo que era Byblos. Recuerdo que el lomo era rojo y blanco y el libro no me parecía muy largo, al frente tenía una imagen promocional de la película, el rostro de Tom Cruise se perdía entre las sombras en una esquina, abarcando una toma rectangular que enmarcaba una panorámica de Louis y Claudia en una calle desolada. Era Entrevista con el vampiro. Para cualquiera que lo haya leído, su descubrimiento no puede desligarse con facilidad de la célebre película con Tom Cruise, Brad Pitt y una jovensísima Kirsten Dunst.


Yo ya tenía noticias de la autora, como puede adivinarse, por comentarios de mis amigos. Había visto la película poco antes en el Golden, ese canal que pasaba filmes cuasi pornográficos durante la madrugada y que todo adolescente de principios de los dos miles debe recordar con bochornosa nostalgia, y para entonces, debido al efecto de la obra fílmica nuestra opinión sobre Anne Rice empezaba a modificarse. Como también se debe inferir hasta aquí, yo estaba más o menos en ese momento de mi desarrollo personal en el que todo joven sano que se precie debe visualizarse como una futura estrella de rock, y en la escena final de aquella película sucede que Lestat aparece desde la parte de atrás del auto que conduce Daniel, el periodista, para demostrarle al espectador que no ha muerto sino que había permanecido oculto durante años mientras vemos la cámara alejarse dejando que Lestat ataque al periodista en lo que podemos suponer es la conversión de Daniel en vampiro, mientras suena de fondo una versión de Sympathy for the Devil de Guns and Roses, canción que originalmente pertenece a los Rolling Stones, grupo que a su vez, junto a los Doors, por influencia de Moisés había reemplazado a los Beatles en mi reproductor de formato mp3 que solía cargar para todas partes (¡dios, no podíamos haber sido más inadaptados!).


Aunque en el libro no ocurre de igual modo, aquella escena me resultó atroz por su efectividad, argumentalmente me pareció muy original, dejándome con más preguntas que respuestas. Y con esa cicatriz en la mente aun causándome escozor recuerdo que estiré la mano en la librería para tomar el tomo del estante.


Aquí vino el segundo golpe existencial, uno que impactaría ya no a mi cerebro sino a mi frágil corazón de misántropo aún demasiado infantil como para que de algún modo resultara interesante para nadie. En la solapa había una foto de la escritora, donde suelen poner una semblanza del autor. Con los años me pregunto, ¿quién no ha reparado en esa imagen donde llevaba el pelo de un negro como la obsidiana y usaba aquella sugerente gargantilla con una piedra como un ópalo, con la luz cálida de fondo que bañaba de rojo la piel de su mentón, los ojos con delineador intenso y el escote que deja ver una tenue línea de sombras entre sus pechos? Uno tendría que no tener sangre en las venas para no enamorarse. Esa imagen, tan acertada por parte del fotógrafo encomendado, evoca un corazón entre tinieblas, el rojo de la sangre y el negro nocturno como el título de un libro de Stendhal, o si prefieren un icono menos poético, la tentadora dulzura de la Coca Cola fría.



Después de Lydia Deetz, de Beetlejuice, que se consagró cuando yo todavía estaba en la primaria, Anne Rice se convertiría en mi segundo gran amor platónico de tipo gótico en la vida (las no góticas corren por un carril diferente). Lo compré y me apresuré en acabar los otros dos para poder leer aquel. Sé que lo terminé tan rápido como pude, que no fue mucho, porque disfruté el proceso y entonces me distraía tanto leyendo como hoy me sucede escribiendo. Pero, con prisas o sin ellas, aún tengo frescas en la memoria las impresiones de aquella primera lectura.


El existencialismo de Louis con todas sus dudas sobre la vida y la inmortalidad, sus tendencias suicidas que en una ironía universal lo hacen el predilecto de Lestat para obtener el don de la vida eterna, su humanidad más radicalizada como un ser que ya no es humano, la posibilidad simple pero profunda de que existan vampiros ateos, con todas sus implicaciones, lo sobrenatural ya no enmarcado en el contrapeso de lo humano y lo divino sino en el telón cósmico, una naturaleza superior, más amplia y vacía por igual de significado, a la cual le es igualmente indiferente la efímera esencia del hombre tanto como la de una criatura aún más perdurable que es el vampiro, y en ese vacío, no hay dios y por lo tanto tampoco hay diablo ni ángeles ni demonios, los vampiros entonces son otra cosa, no sólo un ente inmortal, sino condenado a deambular ante el absurdo del mundo del mismo modo que las criaturas más efímeras de las que deben alimentarse, cuya capacidad para resentir el tormento dependerá también de su carácter; una alegoría un tanto refractaria de la propia humanidad, ya que mientras nosotros convivimos con animales cuyo drama en el teatro de la existencia es silencioso, los vampiros deben tratar con otras inteligencias a las que superan pero no por demasiado, lo que no les permite sustraerse de ser igualmente vulnerables a la búsqueda del sentido. Sentido que deben crear para ellos mismos ante la necesidad y también de maneras artificiales, ya que su humanidad no se desplaza una vez que son transmutados a su nueva condición de hijos de la noche, una vez que reciben el bautismo de la conversión a la esfera de las sombras. Todo esto, todo esto, sí; así fue.



Lo recuerdo bien. Resulta que no se trata de la primera lectura profunda con la que me encontré (si se le puede llamar así, específicamente, a Anne Rice, no es necesario que me crucifiquen, amigos fans del horror), ya había leído Cien años de soledad en la preparatoria, después de La peste de Camus y, poco después, El lobo estepario. Y no voy a caer en la simpleza de comparar, eso lo hace quien no tiene mucho qué decir ni como crítico ni como mero lector; es un criterio obtuso, la obra te gusta o no y a mí me había gustado.


Lo que había aprendido por entonces fue que lo que hace a un buen libro es cuando podemos identificarnos, pero no de un modo personal, aunque eso nos resulte en especial atractivo, sino general, como si pudiésemos ser todas las personas en el mundo y se da decir: “Este es el ser humano”, “aquí está el ser humano”, “así es como funciona todo”. Y eso lo tienen los libros de Anne Rice, al menos los primeros dos, sin que se pierda del todo en los subsecuentes aunque sí se diluya bastante. Pero ya llegaremos a eso. Libros demasiado humanos que, ironía, versan sobre vampiros; o en los que quizá el espejo que nos refleja ha de estar un poco empañado a través de las asociaciones góticas para que no neguemos lo que tenemos delante, horrorizados por ver a la humanidad en toda su repugnante desnudez.



Ahí están los diferentes personajes con diversas representaciones del espíritu como personas hay en la tierra. Vampiros en el calvario, a través de los cuales apreciamos a cada uno afrontando el sinsentido según sus inclinaciones, a su manera. Louis sufre, está solo, se debate la ética de su situación de depredador de hombres. Lestat, un cínico que no ve problema en sacar el máximo provecho en amar la existencia y en explotar su superioridad sin ningún límite moral, como el superhombre de Nietzsche, aferrándose a la vida. Armand y su Théâtre des Vampires, nombre este último de una banda de rock muy conocida y concepto que todos los lectores de terror han escuchado, son la versión religiosa de los vampiros, con su puritanismo y su intuición temerosa de que el verdadero teatro radica en el desenvolvimiento fuera del escenario donde deben fingir que son vampiros según los entiende la tradición judeocristiana, porque con el tiempo toda costumbre se vuelve olvido de sus orígenes y ellos sólo anhelan olvidar que no hay motivos para ser lo que son, porque nada explica a satisfacción su existencia.


Sobre esto me permito hacer una digresión. A diferencia de muchos críticos nunca creí desacertada la elección de Antonio Banderas para interpretar a Armand o Amadeo, el vampiro amado, aunque igual que otros aspectos de la película no fuese fiel a los libros. En los libros Armand es un jovencito que se nos describe como un adonis de una pintura de Botticelli, aun así, el actor no lo hace mal. Pero el efecto que provoca en la versión literaria saber que se trata de un muchacho que quizá posee las respuestas sobre el origen de los vampiros en un primer acercamiento, si dios existe o no y otras preguntas trascendentales y por ello mismo, sin una respuesta genuina, todo lo que Louis está buscando, es un logro literario adecuado. Ya sabemos para esas alturas de la novela que los vampiros de Anne Rice no se ven como meras personas con colmillos largos, no son como estudiantes que pueden pasar desapercibidos en una secundaria (¡qué idea más ridícula!), sino que la esencia de sus poderes es difusa y representa una problemática para ellos mismos cuando deben aprender a utilizarlos. Aun así, su apariencia es tan proteica que durante la noche son capaces de engañar a sus víctimas mediante una hipnótica seducción y sólo otro vampiro o un humano conocedor de las artes ocultas como los esclavos en la plantación de la familia de Pointe du Lac (otro gran acierto atribuirles dicho don), consiguen reconocerlos.



Pero hablemos de los poderes. La manera tan realista de abordar la longevidad de seres que han vivido unas cuantas centurias y cómo experimentarían la llegada de la modernidad, al menos durante los siglos que Anne Rice domina mejor en las primeras dos novelas, en que hace alusión a no más de trescientos años atrás, de enfrentar los enigmas del ser y del tiempo desde una posición que trasciende a la insignificancia de nuestra vida, sin llegar a alejarse demasiado de las impresiones que se permite el corto lapso que dura nuestra consciencia, y cómo serían sus reacciones si, de algún modo elástico, se extendieran más allá de lo permitido; y que sólo sería superada por los horrores siderales que encontré en Lovecraft y sus inabarcables eones, que servirían de inspiración para el horror racionalista de Anne Rice; es, con todos sus problemas, repito, una ejecución correcta.


Anne Rice, en lo concerniente a los vampiros, se consolida como autoridad desde su primera obra dedicada al tema. Porque si una de las máximas de la ficción fantástica es que toda magia tiene que tener un precio argumental, un contrapeso, y no se puede hacer magia solamente porque sí, Anne Rice logra siempre respetar ese equilibrio entre magia y trama. Sus propios personajes reflexionan al respecto. Son ellos quienes más ahondan sobre su propia condición, como el lector que está asistiendo a sus vidas lo haría. Cuando toman a una niña moribunda, la extraordinaria aún para los extraordinarios, Claudia, y la convierten, propician una perversión monstruosa del orden sobrenatural por encima de la monstruosidad y la violación al orden natural que ellos ya son, y eso tiene consecuencias funestas primero en la forma de los reproches de Claudia por su incapacidad para crecer y su desesperación por permanecer atrapada en el cuerpo de una chiquilla, desencadenando su posterior y trágica aniquilación.



Aquí los vampiros beben sangre para alimentarse pero pueden permanecer hambrientos por mucho sin que ello signifique morir. La luz los destruye, sí, pero dadas ciertas condiciones son capaces de sobrevivir a su exposición, sobre todo, si su voluntad es lo bastante inflexible. Su fuerza es sobrehumana y pueden moverse a velocidades que escapan al ojo de un no vampiro, son capaces de persuadir a otros con su encanto irresistible pero también con cierto influjo de control mental. Incluso Lestat, en novelas posteriores, consigue aprender a volar, la única cualidad verdaderamente inhumana que puede tener alguien de su especie. En ese derroche de poderío, se hace indispensable un estilo de vida acorde al mismo, sujeto sólo a los límites de la creatividad de la que cada vampiro es dueño. El mismo Lestat reflexiona sobre la condición barroca y después romántica de los suyos, sobre por qué su adopción del papel de dandis atemporales resultaba tan atrayente para ellos como vampiros como los vampiros lo eran para la imaginación del público que los temía y veneraba.


El vampiro como símbolo de decadencia y hedonismo de la imagen, del poder del imaginario que en palabras de Baudrillard fue todo artificio e ilusión que se entronizó desde el Renacimiento y acabaría con el golpe de realidad dura del racionalismo ateo (como el de Anne Rice) que llevaría a las dos grandes guerras carniceras del siglo XX, no menos un estado de horror ante el cataclismo que anuncia nuestra extinción nuclear cualquier día de la semana, el poder de la realidad en toda su magnífica locura.


Porque si desaparecemos, ¿qué quedaría? Algo como los vampiros, perfectos como seres de ficción, porque son un reflejo fiel de nuestro deseo de perdurar más allá de nuestro paso por este valle de lágrimas, de inmortalizarnos así sea a través de la destrucción de lo único que somos y siempre podremos ser, humanos.



Impulso de erotismo y de muerte como las dos caras de un mismo dios, una vida realizada en el suicidio, fin de la vida, en reflexión de Lacan; los vampiros, símbolo y signo, rito y ritual, orden y revolución, decía, son el punto en el signo de interrogación de esa pregunta ¿qué queda si nos destruimos los seres humanos?


Continuará....


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